miércoles, 13 de febrero de 2013

TELEVISIÓN Y MITO








Una de las recientes críticas al programa 6,7,8 señala que “reduce la realidad y crea dicotomías”. La formulaban inicialmente aquellos que detestaban al Gobierno. Ahora también la deslizan quienes apreciaban el programa. Los panelistas se abroquelan y responden mal: también condenan las dicotomías. ¿Qué significa reducir la realidad?

El asunto es un tópico conocido de la filosofía política y lleva por nombre “el problema del mito”. Veamos. La realidad no es simple, pero una de las formas de tornarla aprehensible es simplificarla. El sutil analista, a menudo, no auspicia la simplificación, pues quiere habitar en los matices. En la exposición del analista, la realidad parecería no poderse agarrar. De aquí que, en el ámbito universitario, la complejidad del mundo se extrema como un fin en sí mismo.

La televisión es otra cosa. La finitud del tiempo requiere otra gramática, más cercana al epigrama. Lo real no deja de ser complejo, pero la televisión lo compacta. La prisa crea prisiones, pero ostenta una virtud. Lo complejo se hace aprehensible en la televisión porque nos muestra una sola de sus caras: la sintética. Luego, la forma más efectiva de la simplificación es la dicotomía.

Lo que logra el resumen es bien interesante. Se pasa de una interpelación de la conciencia a una interpelación de los sentidos. ¿Y para qué reducimos lo complejo? Para verlo, es decir, para que se haga manifiesto. O mejor dicho, para no ver lo complejo y demorarnos en el discernimiento. Solemos quedar estáticos ante la variedad, pero elegimos rápido cuando enfrentamos una disyuntiva.

El lenguaje mítico siempre ha sido la gramática de las masas populares. Los pueblos comprenden, colectivamente, a partir de emociones. Los líderes políticos han sabido interpelar a las masas por medio de esta lengua. No se moviliza a un pueblo con la lectura en público de El Capital –exuberancia de la razón pormenorizada–, se lo moviliza con el canto acompasado del Manifiesto comunista –que hace palpable, que pone de manifiesto–. Ambos textos conllevan la misma tesis, pero la exponen de manera distinta. La ciencia es áspera, nos convoca a la mesura y a la inquisición permanente; el manifiesto nos exhorta a la acción. No son cosas incompatibles; son momentos distintos. Veamos un ejemplo.

El peronismo es algo muy complejo, pero durante los bombardeos del ’55 lo único que había que ver es: peronismo o antiperonismo. El golpe no es el momento de la disquisición, es el momento de la dicotomía; porque los que no ven claro lo que sucede, lo ven cuando se polariza. Nunca la realidad es diáfana, pero en ciertos momentos es indispensable transparentarla.

Hablar apelando al mito, entonces, es hablar a través de síntesis. Las síntesis son imágenes. Las imágenes condensan mucho, pero lo muestran en lo poco. Las imágenes se pueden ver y se pueden sentir. La emoción es ver de golpe. Ese tipo de visiones son las más propicias para tomar decisiones.

El asunto del mito no goza de buena prensa, porque es despertar a un gigante dormido, que puede ladearse a la derecha. Es un riesgo, pero sin el cual no hay movilización de masas. El mito transige con lo irracional; su materia prima es de naturaleza emotiva. Pero he aquí el planteo de fondo: ¿podemos creer que la política se recluye al ámbito de la pura racionalidad?

Los pueblos no están hechos de razones; están moldeados de mitologías, que son la traducción de grandes cosmovisiones en amenos relatos pedagógicos. Cada vez que excluimos la emotividad de la política, el lenguaje de imágenes, e incluso la religiosidad, excluimos la dimensión popular de la lengua política. El mito es la filosofía de los pueblos, pero es una filosofía arrolladora, una epistemología huracanada.

Absorto porque el kirchnerismo descubrió el mito, Tomás Abraham predicó una fuga “Del mito a la idea” (ver lanacion.com). Así le fue a su fuerza política, que aún espera que su líder les hable alguna vez al corazón y los ponga de pie. La izquierda tuvo –acaso por su pasado iluminista– grandes problemas para hablar desde el palco, que requería premura. Hoy ese palco se mudó a la televisión, a la cual hay que pensar -es esta mi hipótesis- como el ámbito del lenguaje mítico. La televisión no es el claustro de la disquisición dilatada; es el escenario de la exposición sintética. Es una forma de trivializar la realidad, claro, pero no puede ser trivial la comprensión de la forma.

Si echamos una mirada general a los mitos argentinos, vamos a ver que carecen de matices, que son relatos fáciles de aprender y fáciles de repetir. No son “mentiras” –acepción equivocada de “mito”–, son un punto de vista condensado de la realidad. Luego, es un error pensar que los argentinos tenemos propensión a los mitos. No somos maniáticos. Una sociedad sin mitos ¿sería una sociedad con plena conciencia de lo complejo, una suerte de multitud científica, exacta, sin velos, sin emotividad, sin relatos? No se me ocurre imaginar más aterrador ese infierno.



Ensayista, docente e investigador de la UNLP




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