“Hacer algo de pronto, sin estudio ni preparación”: la Real Academia Española (RAE) define de esta manera el verbo “improvisar”. E instala, así, la tradicional concepción algo peyorativa del término. Podría decirse que, en un principio, todo fue improvisación, y es en estas circunstancias que la definición de la RAE puede resultar apropiada: la improvisación como pulsión, como primer intento, como acto primitivo, infantil, urgente. La acepción se torna incompleta, si no errada, al referirse a su utilización en el arte, donde funciona como una pieza fundamental en la creación. Allí se recupera la noción de impulso como pensamiento vuelto forma desde el lugar de la experiencia. El arte se nutre de esos momentos de inspiración para luego convertirlos en producciones artísticas. En su intimidad, el artista prueba, juega, experimenta y, de esos intentos, surge finalmente la obra, aquella que, limada, retocada, maquillada y ensayada, llegará al público. La improvisación es un recurso habitual en la mayoría de los lenguajes artísticos: arcilla informe de ideas que va tomando forma a través de los pulidos y del camino transitado hacia la composición. Pero, ¿qué pasa cuando se lleva ese camino al escenario? ¿Qué ocurre cuando ese momento privado, velado, es expuesto al espectador? ¿Qué se hace, en ese caso, con la definición del diccionario?
¿Es verdad que quien se para frente al público sin partitura o libreto es alguien que “hace algo de pronto, sin estudio ni preparación”?
Existe una multitud de artistas consagrados a este tipo de prácticas. Artífices de espectáculos, performances, conciertos, shows, recitales en los que el sentido está puesto en esa búsqueda instantánea e inmediata. Donde la idea es moverse de esa zona de confort, asistir a lugares desconocidos, llegar al público de otra forma, relacionarse con los compañeros en un diálogo inesperado, exponerse a lo incierto desde ese lugar de tranquilidad y despojo que les brinda el dominio de la técnica, explorar los límites –los propios y los de los otros–, encontrarse en situaciones que escapan a la norma. Espacios en los que la lógica se revierte (o se pervierte) para dar lugar a otras lógicas. En los que el recorrido es el fin.
Cuando se piensa en las temporalidades de las obras artísticas, de aquellas que requieren de una instancia de composición y otra de interpretación, es frecuente asignar dos momentos/sujetos de autoría: el de la creación y el de la puesta en escena. Cada instancia tiene sus particularidades, pero nadie duda de que, en uno y otro caso, se requiere de un saber previo, de teoría y entrenamiento, de un trabajo que redunde en el producto deseado, de una infinidad de elementos de la técnica y de la pericia que permitan llegar al resultado esperado. Podría decirse que en el único caso en que composición e interpretación se dan al mismo tiempo es en el caso de la improvisación. Es por eso que el término es frecuentemente reemplazado por expresiones como “composición en tiempo real”, o “composición instantánea”. Esa inspiración, ese impulso artístico que es luego intervenido y está generalmente desdoblado en dos instancias con sus tiempos respectivos, al improvisar se vuelven una sola que da lugar a una obra única, irrepetible, irremplazable, que tendrá un solo momento en el tiempo y el espacio.
Para tal fin, y contrariamente a lo que sobrevuela en el inconsciente colectivo como desprendimiento de esa primera definición de la RAE, es necesario mucho trabajo. Subirse a un escenario y encarar una improvisación es el resultado de un intenso entrenamiento, de horas de estudio y práctica, de una investigación exhaustiva de la herramienta con la que se trabaja, de una idea clara, concisa y elaborada de que lo que se ejercita es una búsqueda en un plano no explorado anteriormente, con la plena conciencia de que cada una de las variantes en juego son fundamentales y estructurales e intervienen de manera activa en la obra en formación permanente. Aquí, un puñado de artistas que se dedican a llevar a escena esos momentos, que viven profesionalmente esa práctica consciente de lo incierto, ensayan algunas definiciones y demuestran que, en esto de improvisar, no son ningunos improvisados.
Las estructuras y lo espontáneo
“La improvisación es una forma de transitar un lenguaje que uno maneja de forma que no haya ningún esquema, o eligiendo los esquemas a los cuales uno no va a recurrir, para dejarlo librado a la percepción artística del momento”, precisa sin titubear Santiago Vázquez, músico, compositor, arreglador, creador y director de La Bomba de Tiempo, el grupo de percusión que, desde hace siete años, se planta cada lunes sobre el escenario y hace vibrar a la Ciudad Cultural Konex (Sarmiento 3131, a partir de las 19). Fue con el fin de dirigir este grupo que Vázquez desarrolló un lenguaje de señas que permite organizar las improvisaciones de los diecisiete músicos que lo integran. Mediante la utilización de esas señas, el director se convierte en una suerte de DJ acústico, que crea una música de tambores y percusión al combinar y replicar las ideas que van surgiendo naturalmente en el grupo. Para él, la improvisación en la música se convirtió en un estilo de vida que lo llevó a explorar todos sus recovecos y a advertir las posibilidades que lo ayudan a extender los límites de esa práctica. El lenguaje de señas que se utiliza en La Bomba permite “ordenar” aquello que los músicos van tocando: cada intérprete improvisa con su instrumento, y el instrumento del director es, en este caso, la cuerda entera de percusión. Se trata de coordinar sin matar la espontaneidad. Es el límite lo que proporciona mayor independencia en el vuelo. Parece contradictorio, pero no lo es: “Es la búsqueda de consistencia en el sentido lo que determina los límites, que son algo internalizado en el sentido estético que se está generando. Esos límites se pueden estudiar y analizar, pero en el momento de la improvisación tienen que darse naturalmente. Simplemente son parte del mensaje”, explica Vázquez. “La improvisación deviene de una seguridad muy grande con el instrumento que te permite fluir sin algunos de los sostenes a los que generalmente se recurre.”
Vedado a actores egocéntricos
Desde los tiempos de la Comedia del Arte, la improvisación es una técnica, una disciplina con autonomía propia dentro de la actuación. Con veinticinco años de trayectoria en el campo de la improvisación teatral y diez años ininterrumpidos de su espectáculo Improvisaciones Mosquito, en cartel en el teatro El Vitral (Rodríguez Peña 344, los sábados a las 23), Fabio “Mosquito” Sancineto puede hablar desde un lugar privilegiado: el de la experiencia. Para él, la improvisación es fundamental para el actor desde el momento en que exige una absoluta horizontalidad respecto del prójimo: “No sólo te ayuda a zafar en ciertas situaciones sino que te enseña a no ser un egocéntrico en el escenario, a compartir el juego, a escuchar”. Para llevar este recurso al plano escénico, se requiere de un nivel de comodidad con la técnica y un conocimiento de las reglas que sólo se adquiere a través de un entrenamiento intensivo. “El improvisador debe tener la capacidad de armar una escena con conflicto, con desarrollo, con personajes bien definidos, a través del humor, o no. Tiene que poder crear una historia sobre el terreno, pero que ocurra de manera natural”, insiste Sancineto. Para él, tan importante como la conexión con los compañeros es la buena relación con el público que, al ser el que elige los temas y los estilos sobre los que se va a improvisar, es a la vez “artífice y colchón” durante el espectáculo. “Uno está trabajando sin red y ellos forman parte de lo que está pasando”, asegura. “Se genera un compromiso de colaboración en el espectador que no ocurre en otro tipo de puestas de teatro tradicional, en las que existe una barrera entre el público y el artista.” En ese sentido, subraya que “la improvisación tiene todo lo que sería beneficioso para una buena convivencia: escuchar al otro, decir que sí en los debates, llegar a acuerdos interesantes, no imponer las opiniones, que todo fluya de manera sencilla, amable, tranquila y con buenos colores”.
Desaprender desde la técnica
La comunicación, el diálogo con el otro, la idea completada en conjunto es un tema recurrente en el entorno de los improvisadores profesionales. Se genera una conexión especial, en cada caso por factores completamente diferentes, entre los artistas y la producción instantánea, que es lo que hace que en cada experiencia exista siempre cierto misterio acerca de lo que está pasando, por qué pasa y hacia dónde va. “Con la improvisación se trata de volver a la práctica primitiva desde una relación más constante con el instrumento. La instancia del profesionalizado y la del principiante nunca están del todo separadas: si matás al principiante, matás la improvisación. Porque erradicás el riesgo, la búsqueda”, sostiene Alan Courtis, un militante de la improvisación y de la música experimental. A este músico se lo conoce por haber formado parte del grupo Reynols, aunque en su prolífica y variada vida musical cuente con cientos de discos grabados y editados en todo el mundo y en las más atípicas circunstancias. La más extrema de todas, su participación en el Proyecto Super Ultra al Norte de Todo, fue tocando en una isla del archipiélago noruego de Svalvard, el lugar habitado más al norte de la tierra. Courtis considera que el campo de la improvisación trata de una comunicación horizontal en la que es posible ver el proceso y ser partícipe de él. “Es importante que no se termine de entender del todo, no dar un producto terminado, que cada uno pueda completarlo a su manera y así, colaborar con eso que se está gestando ahí en ese momento”, asegura. Su definición es la de “una práctica musical que contiene cierto misterio dado por la intervención de varios factores: el sonido, las dinámicas que se generan, la comunicación entre los músicos, lo que pasa con la audiencia, el lugar, el espacio y el tiempo”.
Dilatar el presente
Lo intuitivo, lo instintivo, lo primario, el reflejo, son términos muy ligados en el imaginario general al de improvisación. Pueden ser apropiadas si se trata de la definición de la RAE, la del impulso sin sentido aparente. Pero al tratarse de artes performáticas, si la improvisación es el fin, no sólo una herramienta, hay que pensar en entrenar un mecanismo de manera tal de evitar ese primer impulso que es el que, por lo general, tiende a ir inconscientemente hacia la zona de confort. Fabiana Capriotti es bailarina y coreógrafa, y lleva años investigando y perfeccionando un método que le permite saltear esa pulsión primaria y, en el escenario, tomarse el tiempo mental para llegar a lugares más allá. “Trato de desechar lo primero, extender el momento presente para poder ver otras sutilezas que también se están manifestando y que no tienen la fuerza del hábito”, dice. Es por eso que su trabajo tiende a desarrollar otra técnica, a la que sólo se puede acceder desde una absoluta tranquilidad con el manejo del cuerpo, que permite pasar a una instancia superior de conciencia del movimiento. Capriotti describe la improvisación como un modo de estar en escena, de una lógica diferente en la que es necesario inhibir la reacción, donde no se trata de una respuesta sino de la construcción de un universo particular de ese momento. “Improvisar es develar mundos desconocidos observando los itinerarios que la imaginación, el cuerpo y el pensamiento hacen mientras estás presente, y generar un presente donde no se estuvo antes”, define.
Ese salirse del lugar de confort involucra no sólo al artista sino también al espectador. La bailarina explica que generalmente, quienes participan de este tipo de obras tienen una experiencia mucho más sensorial, física y emocional que racional. Es importante que el público sea consciente de que la construcción también está en sus manos ya que “como no tienen tantas manifestaciones a nivel formal, requiere mucho de su imaginación y su predisposición”.
Para repensar lo posible
Desde Zurich, otra bailarina y coreógrafa argentina describe una concepción alternativa de la improvisación escénica. Laura Kalauz se desmarca del concepto de catalizador de lo presente, escapa a la figura de lo que ella llama “el bailarín vulnerable en el escenario que funciona como antena atravesado por el ahora”, y prefiere investigar el campo de la absurdidad del artista casual. Para ella, lo fundamental es tratar de imaginar las cosas desde otra perspectiva, democratizar las relaciones y empezar a entender al otro como alguien tan capaz como uno. Con ese objetivo creó primero el proyecto “Turist”, en Zurich, y más tarde el “Disculpe Usted Podría Coreografiarme” (DUPC): en ambos casos se trató de una serie de intervenciones callejeras filmadas en las que una bailarina interactuaba en diferentes situaciones con los transeúntes. En el DUPC les pedía a personas que pasaban por la calle que la coreografiaran. Del material obtenido se hizo una recopilación, que luego fue parte de una puesta teatral que terminaba con un monólogo de cuerpo y palabra armado con todo lo que los coreógrafos ocasionales fueron aportando. El espectáculo se estrenó en 2010 en el Festival de Danza de la ciudad de Buenos Aires y luego en España y Brasil (con adaptaciones especiales en cada caso). “No estamos interesados en el movimiento que una persona marca sino en la manera en que lo hace, de dónde viene, qué sucede en esa relación cuando alguien tiene que transmitirle a otro que no conoce una imagen, una idea determinada. El resultado final no importa tanto”, aclara. La improvisación, en este caso, está al servicio de integrar el arte como una especie de bien común, un espacio donde, según sus palabras, “pensar lo impensable, imaginar las cosas desde otra perspectiva”.
Convertirse en sonido
Hasta acá, la mirada de artistas que se salen del patrón establecido y llevan la improvisación al escenario: se desnudan, corren el velo, comparten con el público esa instancia que suele pertenecer a la intimidad, al juego privado, a los entretelones, las bambalinas de la composición. En el jazz, sin embargo, la improvisación es la norma. En los diferentes estilos del género existe siempre, en mayor o en menor medida, un momento de improvisación, desde la ausencia absoluta de estructura del free jazz hasta las pequeñas intervenciones del solista en una big band. Alvaro Torres es un pianista con más de veinte años de trayectoria profesional como intérprete y docente. Hace cinco está a cargo, junto a Jorge “Negro” González y Quintino Cinalli, de abrir formalmente la jam session de Jazz & Pop (Paraná 340, los domingos a partir de las 22), una de las más emblemáticas de la ciudad. Para él, las mejores improvisaciones en la música son aquellas que se van dando de manera orgánica y natural. “Es como con un actor, le creés cuando no te das cuenta de que está actuando –gráfica–. Con la música pasa lo mismo, uno tiene que convertirse en el sonido de su instrumento. Yo creo mucho más en la expresividad que en el virtuosismo”.
Torres está convencido de que la única manera de llegar a ese punto es a través del entrenamiento propio de ese campo, y opina que deben cumplirse ordenadamente tres instancias para llegar a ser un buen improvisador de jazz: estudio, práctica y performance. “Hay mecanismos y herramientas específicos de la improvisación que son los que uno ejercita”, asegura. “Primero la teoría, después la práctica y recién después de tener bien incorporadas las primeras, se puede prescindir de todo eso y salir a tocar libremente”. Su definición es la que cierra el círculo y termina por decir casi lo mismo que la citada al principio de esta nota, pero desde la orilla opuesta, y que finalmente, es la que se planta como un manifiesto, una bandera, una declaración de intenciones: “La improvisación es la expresión, es el arte en sí mismo. Todo lo que uno hace nace de una improvisación. Es la interacción entre el caos y el cosmos. La vida misma”.
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