El momento fue inolvidable. En 1972, uno de los mejores actores de la historia, Marlon Brando, supo de boca de los organizadores que iba a ganar el Oscar al Mejor Actor, por su inolvidable papel en El padrino, de Francis Ford Coppola. Brando, un actor estupendo en los años 50, había sido elegido por Coppola para ese papel contra la opinión de todos los productores del film, y todos los de Hollywood, que estaban seguros de que su carrera había naufragado para siempre durante los años sesenta, en buena parte por su decisión de cobrar fortunas por interpretar papeles que le importaban un bledo.
Como el personaje de Don Corleone lo había traído de retorno a las Grandes Ligas, los productores de aquella ceremonia de la Academia pensaron que Brando haría el papel del hombre en problemas redimido por la industria, del perro salvaje por fin amaestrado. Se equivocaron feo: envió a la ceremonia a una actriz cuyos ancestros eran indios sioux, Sacheen Litleefeather, que se despachó en cadena mundial contra el modo en que el cine y la televisión estadounidenses narraron el exterminio de los antiguos dueños de aquel suelo y rechazó la estatuilla que, igualmente, intentaron entregarle. Mientras tanto, el galardonado disfrutaba del momento... en una reserva indígena. A Brando, que ya había obtenido un Oscar en 1952 por Nido de ratas, no lo invitaron nunca más. Tampoco hubiese ido, con certeza. Ya no tenía nada que ganar.
La última vez que a Brando, que murió en 2004, le preguntaron si se sentía el mejor en lo suyo contestó textualmente: “El mejor actor vivo del cine se llama Sean Penn”. Ese mismo año, Penn ganó el Oscar a la mejor actuación por su tarea en Río místico, una notable película de Clint Eatswood. A la hora de agradecer el premio, en uno de sus típicos gestos rebeldes heredados del protagonista de Último tango en París, Penn pronunció unas breves y significativas palabras. “Si hay algo que los actores saben bien es que, así como no existen las armas de destrucción masiva, no existe una mejor actuación”, dijo.
Era el momento en que el presidente George W. Bush intentaba convencer al mundo sobre la existencia de armas químicas en Irak, buscando justificar la invasión disfrazada de justicia, los negocios convertidos en política internacional, la matanza de civiles como inevitables daños colaterales. Pero el desafío de Penn no quedó allí. La Academia recibió para el año siguiente una instrucción muy clara del Departamento de Estado: de allí en adelante la televisación de cada ceremonia se concreta con un leve diferido de 60 segundos. Es decir, el tiempo exacto para censurar en el caso de que a algún otro actor se le ocurra meterse en temas candentes para la política interna de los Estados Unidos.
Eso es normal hoy en los grandes acontecimientos, sobre todo luego de que a una de las hermanas de Michael Jackson, Janet, se le viera durante segundos un pecho, durante su afiebrada performance en vivo durante el entretiempo de una final de Superbowl, que miraban en directo cien millones de espectadores. Susan Sarandon y Tim Robbins agradecieron cuando vinieron hace cuatro años al Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, estar en un país en que se podía decir en voz alta lo que se pensaba, sin temor a censuras o represalias. Y en que la televisión, si transmite algo, no se toma un tiempo para diferir la emisión y censurar aquello que no le convenga. O al menos, eso parece. En Estados Unidos a los actores que suelen opinar en público sobre temas políticos les dan premios muy de vez en cuando. Por las dudas, ellos, como el resto, tienen apenas 45 segundos para hablar cuando están en escena. Y, por las dudas, a todos los nominados les envían a sus casas, semanas antes, un DVD que contiene un simulacro de entrega, con reloj incluido, para que vayan practicando la síntesis verbal.Ya se sabe, sólo la organización vence al tiempo.
La ceremonia de los Oscar, la de esta noche (domingo 27 de febrero de 2011) es la número 83, puede verse como una fiesta de millonarios observada por gente común que se fija más en los vestuarios que en las dotes artísticas, una gran transmisión televisiva en que una industria se premia a sí misma destacando a sus íconos de taquilla, una muestra del poderío de la imposición cultural estadounidense al resto del mundo o una triste velada decadente de una élite autoconvencida de su propia importancia, pese a que ya casi no tiene historias nuevas que contar. Pero también es, con toda certeza, una ceremonia bizarra recontra atractiva. El que busque actos de justicia artística, si es que existen, en una fiesta de características como éstas saldrá defraudado: los Oscar son los premios del negocio del entretenimiento a sus tótems del último año calendario. Así ha sido desde aquel día de 1929 en que se entregaron por primera vez las estatuillas que a partir de 1931 se conocerían con en nombre actual, luego de que la actriz Margaret Herrit exclamara al ver la que le tocaba que era muy fea, pero le daba ternura porque le recordaba a un tío suyo, llamado Oscar. Si su abuela hubiera bautizado al hermano de su padre con el nombre de John, hoy hablaríamos de los Premios John.
La lista de grandes que no ganaron jamás un Oscar como mejor director es larga, pero baste señalar que incluye a Orson Welles, Federico Fellini, Alfred Hitchcock, Howard Hawks, Akira Kurosawa, Ridley Scott, Ingmar Bergman, Stanley Kubrick, Charles Chaplin, Quentin Tarantino y David Lynch.
Lo mismo pasa con actores y actrices de renombre y prestigio, entre ellos Judy Garland, Greta Garbo, Richard Burton, Liam Neeson, Harrison Ford, Deborah Kerr, Barbara Stanwyck y Eleanor Parker.
A su vez, en verdaderos dislates vinculados con las reglamentaciones han ocurrido hechos como que Charles Chaplin obtuviera ¡en 1973! el Óscar a la mejor banda sonora por Candilejas, una película que había sido realizada ¡en 1952! pero que recién entonces se había estrenado en Los Angeles. En la época del lanzamiento inicial del film aún estaba en su apogeo un fenómeno político interno llamado por la historia La Era del Macartismo. Y Chaplin había sido una de las obsesiones centrales de la caza de brujas desatada por el senador Joseph Raymond McCarthy, con su vasta red de influencias políticas y una fijación con el universo del cine.
En cambio, el bueno de Walt Disney, que fue clave en la política de comunicación de los intereses internacionales estadounidenses sobre todo en los años ’40 y ’50, resulta para la historia el hombre favorito de la Academia con más 60 nominaciones y 26 Oscar ganados. Quien dude sobre este punto puede leer (o releer) el aún interesante ensayo Para leer al Pato Donald, publicado en 1972 por Ariel Dorfman y Armant Matellart, cuando la semiótica era apenas una palabra difícil y Salvador Allende gobernaba Chile.
El ciudadano, la obra maestra de Welles, no ganó el premio en 1941, y una y otra vez ha sido considerada la mejor película de todos los tiempos. De la que ganó ese año, Qué verde era mi valle, se acuerdan sólo los fanáticos de John Ford.
El inglés Alfred Hitchcock no consiguió ningún Oscar al mejor director pese a haber rodado más de 60 películas, muchas de ellas en Estados Unidos, cinco de las cuales le posibilitaron estar nominado en ese rubro, entre ellas Rebeca (1940), La ventana indiscreta (1954) y Psicosis (1960). Cuando se dieron cuenta, le entregaron un Oscar honorífico.
La leyenda negra de los premios cuenta con episodios de película, como aquel en que el actor Jack Palance estaba tan borracho cuando le tocó entregar en 1993 el Oscar a la Mejor actriz secundaria que convocó a recibirlo a Marisa Tomei, nominada por Mi primo Vinny, en lugar de la actriz cuyo nombre tenía ante sí. El galardón era para otra integrante del quinteto que completaban Judy Davis, Vanessa Redgrave, Joan Plowright y Miranda Richardson, pero no hubo forma de volver atrás la situación. Palance le dijo luego a sus amigos que había decidido hacer su propia voluntad porque era una afrenta al honor estadounidense que las otras cuatro actrices fueran inglesas. La Academia no rectificó la decisión de Palance. No quiso afectar la seriedad de sus galardones.
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