La percepción se confirma después de una hora de entrevista: Pablo Echarri está atravesando uno de esos –escasos– momentos en los que un hombre siente que la felicidad plena no es un sueño inal-canzable. Relajado como nunca antes, Echarri recibe a Página/12 con la tranquilidad de haber terminado con las extensas jornadas de grabación de El Elegido, la ficción que el lunes, a las 23, le pone punto final a su entreverada e hipnótica trama. Un estado que se refuerza por el hecho de ser consciente que en su primera incursión como productor televisivo logró plasmar en la pantalla de Telefe un drama narrativamente atrapante, impecablemente actuado y estéticamente definido. Pero no es sólo su profesión lo que lo muestra en plenitud: el saberse parte de un colectivo social que encontró en el kirchnerismo un espacio político en el cual reconocerse juega un papel de peso que explica, en parte, su manifiesta felicidad.
“Definitivamente no soy el mismo que era hace diez años”, subraya en la entrevista.
Poco queda del galancito que había irrumpido en la pantalla chica a mediados de los 90 en programas como Sólo para parejas, Inconquistable corazón y Por siempre mujercitas. Casi veinte años después de su debut televisivo, Echarri parece haber alcanzado una madurez personal y profesional que le permite dejar de lado las luces que la industria local les impone a sus figuras. Distendido, el actor que en Resistiré, Montecristo, Plata quemada y Crónica de una fuga ya había insinuado su interés de correrse del rol de galán tradicional, ahora parece no tener inconvenientes en mostrarse como un ciudadano capaz de reconocer sus errores y expresarse políticamente. No sólo no tiene problemas: tiene la necesidad de decirlo, de subrayarlo, como una manera de aportar su granito de arena a la construcción de un país más justo. El actor se encontró con el ciudadano; el ciudadano se encontró con el actor. “La experiencia de El elegido me hizo crecer”, dispara. “Me bajó enormemente el nivel de exitismo, me ayudó a enfocar específicamente cuál era la búsqueda artística y a valorarla. Esa posibilidad de que el rating no nos haya acompañado de la forma desmedida que yo pensaba en un primer momento me dio la posibilidad de valorar cosas que de otra manera no hubiera sido posible. Dios es muy sabio: como productor me permitió tener que desmenuzar lo hecho para ver cuáles eran los pro y los contra de El elegido. Si me hubiera dado un éxito de 30 puntos en mi primer programa como productor, hubiese generado un ser imposible, mucho más despreciable de lo que realmente soy”, reconoce, con una naturalidad asombrosa.
–¿Qué evaluación hace de El Elegido?
–Yo siempre tengo expectativas desmedidas. Tal vez ése sea el motor que hace que transforme un acto de fe en un programa de TV concreto. Sabíamos en el fondo que la historia de El elegido era compleja y probablemente no masiva, había algo interiormente, aunque no lo hablábamos en voz alta como para no matar el motor, que nos decía que no íbamos a poder sumar a las masas. Cuando se estableció en los 12 puntos diarios, un número acotado para las expectativas generales de la TV actual, descubrí un grado de evolución del productor respecto del actor. Hubiéramos querido tener mayor rating y transformarnos en un éxito, pero también comprendí que El elegido fue uno de los programas que más rating le dio a Telefe, con una composición de audiencia de alto consumo que hizo que comercialmente nos garantizara la continuidad.
–El ego inflado del actor le cedió lugar a la frialdad del productor.
–Todas esas eran variables que antes no veía como actor, y que cuando las comprendí me liberé de una presión muy fuerte, de una idea exitista fogoneada por mi carrera de actor. Entendí que el rating es una variable peligrosa en cuanto podía afectar la continuidad de un programa. Ahora, cuando por otras variables, como el share, la composición de audiencia, el acompañamiento de los anunciantes y la media de audiencia del canal, un programa tiene asegurada su permanencia al aire, el rating pasa a ser un número. Un número al que no vas a mirar todo el tiempo.
–Lo que pasa es que, además de ser una variable importante para garantizar la continuidad de un ciclo, el ego de un actor se alimenta del rating.
–La atención del actor hacia el rating está ligada a la función que cumple en un elenco. El actor cumple con su trabajo, pero no participa de un montón de pormenores. El número de rating es el vínculo más directo que tiene el actor con lo que está haciendo. A más rating, más alegría; a menos rating, mayor tristeza. Cuando el esquema se complejiza, uno empieza a tener en cuenta otras cuestiones, y el rating pasa a tener una atención en su justa medida. Si hubiéramos estado debajo de los dos dígitos, el rating me hubiera enfermado, lastimado y deprimido. El rating es un número que tiene vida: con sólo verlo te puede provocar un momento de euforia o de depresión. Aprendí a hacer más compleja la evaluación y eso me liberó. Eso no quiere decir que el próximo programa me libere del rating: siempre voy a querer hacer 30 puntos. De todas maneras, a medida que voy creciendo me doy cuenta de que tengo la necesidad natural de desestructurar lo anterior. Sucede a costa mía. No puedo manejarlo de manera consciente. No puedo regodearme en la comodidad que me deja algo ya constituido. Me subleva interiormente; es una suerte de pulsión agotadora. Cuando siento que puedo instalarme o disfrutar de lo conseguido, hay algo interno que me pide patear el tablero e ir en busca de otra cosa. Y el rol de productor tiene que ver con eso: con no quedarme en la comodidad del actor. Necesitaba crearme un esquema de trabajo que contuviera todas mis obsesiones. En el último tiempo sentía que era tal el grado de obsesión por el trabajo que sentía que el oficio de actor era poco. ¡Necesitaba crearme un problema mayor!
El ciudadano detrás del actor
Educado en el seno de una familia radical, con abuela y padre de fuerte arraigo al partido centenario, Echarri confiesa que recién ahora dejó de repetir los preceptos que como hijo y nieto se le habían establecido con naturalidad, pero sin haberlos elegido. Por eso, no resulta extraño ver al actor y productor en los actos o anuncios de CFK relacionados al mundo artístico. Eso, dice, también es parte del crecimiento que persigue.
“A mis 42 años estoy descubriendo una necesidad de compromiso ideológico que por el vacío que han dejado los años de dictadura y de neoliberalismo no me había dado la posibilidad de encarar una militancia como la que tendría que haber hecho a los veintipico”, reflexiona Echarri. “La dictadura y los años de nube de pedo que hemos vivido a través del exitismo rabioso que ofrecía el neoliberalismo, que nos corrió el eje de lo importante para inflarnos el ego –analiza–, hizo que a los 42 años y con dos hijos tuviera la necesidad concreta de expresar lo que había descubierto ideológicamente. Encontré en estos años la necesidad de ejercer mi propia expresión aquí y ahora. Ni mañana ni el año que viene. Sentí que no había manera de dejar pasar más tiempo.”
–¿Hubo un período de discernimiento interior respecto de la conveniencia o no de expresarse políticamente?
–Fue una necesidad irrefrenable, que ni siquiera fue pensada intelectualmente, fue un hecho espontáneo. Pero después de haberme expresado espontáneamente, lo internalicé intelectualmente y me di cuenta del riesgo que estaba tomando. Cuando tomé conciencia de ese riesgo, me di cuenta de que la potencia del compromiso era mucho mayor a cualquier conveniencia. Agradezco haberme expresado políticamente. Sobre todo por lo que estamos viviendo los argentinos en este momento.
–¿Qué es lo que más lo entusiasma de este proceso?
–Estamos muy cerca de nuestra última experiencia electoral, y ver el camino, la ilusión y la esperanza que me crea este proceso político me enorgullece. Saber que soy parte, y que cada vez más argentinos se suman a este proyecto “amoroso” que busca incluir –y no excluir, como durante mucho tiempo se hizo a lo largo de la historia argentina–, me enorgullece profundamente. En este camino de la evolución personal, sentía que a mis hijos les estaba demostrando que podía ser responsable de una profesión y de llevar el pan a casa. Pero descubrir un compromiso que se antepone a cualquier conveniencia laboral, y hacerlo prevalecer más allá del miedo, me hace sentir que ahora les estoy dejando algo verdaderamente grande. Más allá de los roles de padre y trabajador, siento que mostrarles que el miedo no tiene lugar cuando uno sigue sus convicciones es el legado más importante que les puedo brindar.
–¿Encontró en el kirchnerismo el lugar que desde hacía tiempo buscaba para comprometerse políticamente, o el kirchnerismo despertó en usted al ciudadano dormido?
–Todo transcurrió de una forma paralela. Mi compromiso social, sobre todo con el colectivo de actores, surgió cuando en 2003 con un grupo de colegas armamos una comisión para negociar con el por entonces gobierno entrante la atrasada Ley de Propiedad Intelectual, que estaba implementada para todos los que estaban contenidos en esa ley, menos para los actores. Ese compromiso hizo que fuéramos a buscar como interlocutor a Néstor Kirchner, entonces un político desconocido que no sabía que posteriormente se iba a transformar en un padre ideológico para mí.
Cuando nos sentamos con Kirchner para llevarle la carpeta para que de una vez y para siempre se aplicara la ley que a los actores se les fue vedada durante 74 años, y así resarcir una deuda histórica del Estado argentino, nos encontramos con un tipo que escuchó la exposición y nos dijo: “Es patético discutir lo indiscutible: me comprometo a reglamentar la ley y a publicarla en el Boletín Oficial, que es lo que corresponde”. Fue una actitud contraria a la que esperábamos encontrar de un “hombre de poder”, sobre todo por cómo los “hombres de poder” históricamente se ligaban a las corporaciones y a los poderes establecidos, a los que no se enfrentaban para no dañar esa unión, por miedo a hacer peligrar su propia existencia. Ese día me di cuenta de que estaba ante algo grande.
–Pero calculo que habrá percibido en el kirchnerismo mucho más que una actitud deseada y sorprendente.
–Esa fue la punta del ovillo. A medida que se fue deshaciendo el ovillo me di cuenta de que había detrás mucho más que una simple actitud. Cuando con el tiempo descubrí ante qué persona estaba, ante qué modelo de político me encontraba y ante lo que iba a venir, sentí que para satisfacer mi deseo de evolución debía apoyar una gestión que encauzaba mis inquietudes ciudadanas. Era un modelo de político y de política que se iba a diversificar para que la idea más sobresaliente, la ganadora, pudiera ser llevada a cabo a toda costa. En ese momento sentí que el kirchnerismo representaba mis deseos más profundos, inclusive los menos intelectuales, lo más viscerales. Y cuando llegó La Ley de Medios me di cuenta de qué se trataba, fue el último empujón que necesitaba. Hoy vivo este momento con total emoción y con un compromiso profundo y personal. Ya dejé de seguir las ideas de mi viejo y mi abuela... En el kirchnerismo descubrí mi complemento como hombre. La aparición de este modelo político que será por lo menos de tres mandatos se manifestó paralelamente a mi adultez: se murió mi viejo y me transformé definitivamente en el padre de mi familia, vino mi hijo varón... Fue algo absolutamente natural. Tuve la posibilidad de conocer personalmente a Kirchner, de bromear entre Racing e Independiente, y creo que ese desparpajo con el que se manejaba nos acercó. Kirchner nos dio la posibilidad de exponer y defender nuestras ideas sin que nos temblaran las piernas, porque básicamente era un tipo que tenía corazón. Eso me hizo evolucionar como hombre y transformarme en uno de los kirchneristas más defensores de este modelo. En el kirchnerismo encontré una ideología y un espacio donde expresarme. Haber encontrado un espacio concreto en el cual poder soñar con un futuro mejor para todos me hace un tipo completo, mucho más feliz.