Los antihéroes son los héroes reales y creíbles de la TV global. O, por lo menos, es una lectura a la que podría arribar todo asiduo espectador de series televisivas de cable, emitidas durante la última década y media. Ya inaugurado el siglo XXI, las grandes cadenas estadounidenses reforzaron la oferta de una ola de ficciones que combinaban con destreza líneas argumentales complejas, producción cinematográfica e intriga exacerbada. Cualquier enumeración sería arbitraria. Pero series como The Sopranos, Lost, Mad Men, The Wire o Breaking Bad, entre decenas, no dejaron de sembrar “serieadictos” en esta nueva “época dorada” de la TV, heredera de modos de narrar pioneros, como el de la más antigua Hill Street Blues. Con todo, este “boom” comenzó a funcionar como caldo de cultivo para la creación de personajes protagónicos distintos, acordes con una pantalla chica renovada.
Así, si la atención se centrara en aquellos susceptibles de ser descriptos como héroes, se podría destacar tres de los que ya se encuentran elevados a la categoría de íconos: es el caso de Dr. House de la serie House M. D, Jack Bauer de 24 o Dexter Morgan, de la serie Dexter. Este trío tiene un carácter heroico innegable. En cada caso, los personajes despliegan virtudes superiores al resto de los mortales, y sus labores merecen el agradecimiento de terceros beneficiaros. House cura enfermedades que nadie logra vencer; Bauer salva nada menos que al pueblo estadounidense de las garras del terrorismo internacional, y Dexter se dedica a terminar con la vida de los criminales que una policía negligente no consigue encarcelar.
Al mismo tiempo, estos tres héroes tienen un costado ambiguo y miserable. El primero, como es conocido, hace del sarcasmo su sello personal, maltrata y se burla de pacientes y colegas; el segundo se muestra noble pero tortura a quien convenga, sean amigos o enemigos, y el tercero alcanza un goce psicológico siendo un asesino serial implacable. Todos ellos persiguen fines nobles, aunque su carácter y sus métodos sean, en extremo, poco ortodoxos. Así y todo, no se trata de caracterizaciones aisladas. Por el contrario, la incorrección política, la ambigüedad moral o el cinismo dieron forma a estos tres celebrities televisivos al igual que a muchos de sus coetáneos. Si seguimos con la lista, aparecen los muy ambiguos y ya históricos Tony Soprano, John Locke, Don Draper, Omar Little, etcétera. También hay mujeres: Patty Hewes (de la serie Damages) y Jackie Peyton (de Nurse Jackie), entre las destacadas.
Ahora bien, la multiplicación de este tipo de personajes en la TV mundial, ¿habla de la constitución de un nuevo verosímil de héroe? Es decir, ¿contribuye a la reconfiguración de la noción de lo “heroico” que se reserva el imaginario social?
La posibilidad de un recambio en el modelo podría refutarse con el argumento de que Joseph Campbell o Umberto Eco postularon que el héroe en la cultura de masas se caracteriza precisamente por su ambigüedad, su tendencia autodestructiva o por la transgresión de las normas impuestas en la sociedad, entre otras cosas.
Asimismo, si bien siempre hubo antihéroes que rompían con el canon del héroe valiente, incorruptible y desinteresado (como ocurrió con fuerza en los setenta), esa corriente estuvo lejos de ser predominante, por lo menos, para los parámetros hegemónicos televisivos.
Con todo, más allá de la validez del planteo, ¿por qué los antihéroes se convirtieron en los héroes verosímiles de nuestro tiempo? Una línea de lectura podría establecerse en el hecho de que estos personajes, más que representar los ideales de una sociedad, representan sus deseos y temores. Contribuyen al surgimiento de una nueva utopía que tiene al héroe amoral, pragmático y cínico como fuente de solución de buena parte de los problemas sociales contemporáneos. Por caso, House, Bauer y Dexter hacen lo que las tres grandes instituciones en las que trabajan, pese a sus recursos y burocracia, no logran: es decir, ellos ofrecen salud, seguridad y justicia a los ciudadanos. Los tres personajes revalorizan la iniciativa al tiempo que encarnan la falta de creencia en el rol de las instituciones. La “farsa” en la que parece haberse convertido la realidad que habitan promueve la creación de seres sin ideales, especialmente ambiguos y con un anclaje ético flexible o privado. El carácter valeroso o intachable de otras épocas se vuelve inverosímil ante las exigencias de alcanzar el objetivo buscado a cualquier precio.
Entretanto, el espectador activa su mecanismo consolatorio: sabe que alguien hace el trabajo “sucio” por él.
Periodista. Comunicación UBA.
V