Si existiera un top ten de organizadores de fiestas, habría que incluir a Andrés von Buch. Hilando más fino, habría que subir al podio a la administración Macri y las autoridades del Teatro General San Martín, que permitieron al empresario organizar allí una francachela privada para conmemorar su cumpleaños número 65, a cambio de una donación de 80 mil dólares.
Fue el 2 de mayo y muy pocos se enteraron: se tapó el frente del edificio con un friso y se manejó cuidadosamente la difusión. “Haber aceptado la propuesta tiene que ver con la durísima situación financiera que enfrentamos”, dice Ana María Monti, jefa de prensa del Complejo Teatral Buenos Aires a Página/12. Pero la pregunta más obvia queda haciendo eco en Corrientes al 1500: ¿Basta poner plata para convertir un espacio público en un parque de diversiones para millonarios?
Por ahora, los referentes de la administración Macri han optado por el silencio. “La propuesta vino por el lado de la Fundación Amigos del Teatro San Martín. Buch se contactó con ellos y fue su presidenta, Eva Thesleff de Soldati, quien acercó la inquietud al director Kive Staiff”, resume Monti. La sencillez del ofrecimiento disimulaba su costado preocupante. Para festejar el cumple en el edificio, las actividades debían suspenderse –se cancelaron funciones en la Cabanellas y en la Casacuberta– a cambio de una donación de al menos 80 mil dólares del bolsillo de los invitados. En caso de que se recaudara más, el monto “sobrante” quedaría para el teatro. Si menos, el propio Buch se encargaría de completar la cifra.
La respuesta de Kive Staiff le dejó la boca abierta a más de uno. Por un lado, el evento coincidió con el anuncio de que se alejaba del Complejo luego de haber ocupado su cargo durante 30 años. Por otra parte, los que lo conocen juran que nunca antes había aceptado esos canjes raros.
Semejante escenario alimentó las sospechas de que su retiro se debía a que el Gobierno de la Ciudad lo ponía frente a situaciones de esa especie, lo que es enérgicamente desmentido por sus voceros y por el hecho de que el funcionario anda por los ochenta y pico y está sencillamente cansado. La idea de dar el visto bueno a una juerga en ese alicaído espacio probablemente responde, más bien, a que el San Martín es hoy el retrato de Dorian Gray del Teatro Colón. La inversión que está destinándose al mayor coliseo nacional para ponerlo a cero en el Bicentenario tiene relación directa con los fondos que están quitándose a otros ámbitos. Y eso tiene consecuencias en la programación, el mantenimiento y –como acaba de confirmarse– la calidad de las fiestas.
En ese contexto se explica mejor la agilidad con que se dio autorización para usar al lugar como boliche. Kive Staiff consultó el tema con las autoridades del Gobierno de la Ciudad, donde le dieron el OK. “El cumpleañero pidió que la gente fuera disfrazada en el estilo de Las mil y una noches”, relata Monti en su rol de postrera Sherezade. Hubo trescientos invitados y todavía se entretejen anécdotas sobre lo que hicieron o dejaron de hacer. Se sabe que estuvieron Ricardo López Murphy, Charly Blaquier, Pablo Roemmers, Cristiano Rattazzi, Martha Gancia, Luis Pagani, Octavio Caraballo, Santiago Soldati –marido de Thesleff– y otras personas que no acostumbran tomar colectivo.
¿Y quién es esa suerte de Willy Wonka llamado Andrés von Buch? Como egresado de las universidades de Yale, Purdue y la Harvard Business School, integrante del directorio de varias importantes empresas argentinas y administrador de propiedades agropecuarias, el hombre es relativamente famoso en el ambiente. Combina su formación en historia del arte con su actividad en organizaciones empresariales como IDEA, amén de la fama de mecenas que se ha ganado impulsando la feria ArteBA y cultivando su pasión por el coleccionismo. Habla inglés, alemán, francés, italiano y portugués. Pero hay una característica que lo pinta mejor que todos esos datos. Cada cinco años, elige un lugar conocido –que suele ser público– y celebra su natalicio con tanta fastuosidad que Ricardo Fort queda hecho un poroto. En 2005 ocupó el Tattersall de San Isidro, donde hombres y mujeres que saltaban en camas elásticas con trajes fluorescentes hicieron la previa para que él bajara disfrazado de mago Merlín y una elefanta hiciera acrobacias ante el asombro de los comensales.
Apellidos como Arrieta, Alzaga, Pereyra Iraola, Llach y Werthein son moneda corriente en esos encuentros. Esta vuelta no fue la excepción. Quienes pasaron aquella noche por ese rincón de la ciudad se percataron de que todo el frente del San Martín se había tapado, para que no se viera lo que ocurría adentro. “El evento no representó ningún gasto para el Estado”, insiste Monti. “Es más, Buch trajo a casi todos los empleados que trabajaron ese día. Y por suerte todavía nos siguen llegando fondos, así que no hemos podido hacer los números definitivos de lo que sacamos.” Lo que se ratificó es que lo recaudado ya alcanzó para comprar dos Mac de veintisiete pulgadas, dos plasmas para el hall central, 40 PC, luces y 200 litros de pintura, entre otros elementos.
En estos casos, Von Buch trabaja con un escribano que certifica las donaciones. A cambio hace algunos pedidos. El friso que se colocó frente al teatro “para que no se viera lo que pasaba adentro” fue uno. Lo que es más difícil de tapar es el agujero presupuestario que está operando como premisa para que cualquiera que cuente con los fondos suficientes pueda ocupar el espacio público como si alquilara un salón. “Si es así, no veo por qué yo, que trabajo acá todos los días, no puedo organizar el cumpleaños de quince de mi hija”, reflexiona con cierta tristeza un empleado que circula por ahí, trapo de piso en mano.
Afuera Carmelo Corsaro, el encargado del puesto de garrapiñadas de la puerta, confiesa que le daba un poco de escozor ver el movimiento que hubo por ahí desde el 1º de mayo. “El feriado vi llegar camiones que bajaban mercadería y paquetes. Todo el día descargando, hasta transportaron una cascada artificial muy bonita”, recuerda. “Al día siguiente habrán estacionado unos ciento cincuenta autos. Desde afuera del hall escuchábamos la música. Te dabas cuenta de que era gente adinerada, todos llegaban en coches de alta gama”.
Lo de Von Buch fue digno del sultán Harún al Rashid. Tras un ágape, la asistencia se trasladó a la Coronado para ver un estreno de danza dirigido por el responsable del Ballet Contemporáneo, Mauricio Wainrot. Esa había sido otra de las condiciones de Von Buch: un show exclusivo. Más tarde, el agasajado dio discursos y con la voz de Mercedes Sosa en “Gracias a la vida” como fondo, confesó que estaba feliz de haber conseguido lo que tiene. La torta era enorme y llena de velas, y el salón en el que se largó el baile no se quedaba atrás. Había odaliscas, estatuas vivientes con el vestuario de distintas puestas, adivinos y hasta mozos disfrazados de marroquíes. Hasta donde pudo averiguar este diario, nunca antes se utilizaron esas instalaciones para semejantes fines.
“Si ves las fotos, parece que no fuera acá”, observa Valeria Pérez Pardella, del área de Marketing y Relaciones Institucionales con oficina en el séptimo piso, donde está la asociación Amigos del Teatro San Martín. Lo dice porque por lo general el público que ocupa esas butacas es “de clase media o media baja”. “Es comprensible que se recurra a estos métodos. No hay nada que ocultar: estamos teniendo problemas financieros importantes”, añade Pérez Pardella.
En los pasillos los trabajadores todavía hablan del bailongo. Tanto, que entre los indignados y los que se resignan van y vienen las leyendas urbanas. A alguno le pareció ver a Ernestina Herrera de Noble; otro jura que encontró “desatado” a tal o cual pope de la metalurgia nacional. Son rumores que se sueltan por lo bajo. Susurros que responden al cruce entre miedo a perder el trabajo y la esperanza de que, mediante uno u otro camino, se resuelvan los apuros económicos.
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