lunes, 4 de octubre de 2010

LA ESCENA FAVORITA



Me gusta mucho el cine de Lina Wertmüller, varias de sus películas, pero me acuerdo especialmente de una, Pasqualino Settebellezze, quizá porque conocí circunstancialmente a su actor y quedé prendado de su trabajo. Hay en la película una secuencia que me pareció notable, por su valor etnocéntrico, que es la secuencia en la que la capo, aquella enorme mujer alemana, gorda tetona llena de músculos, y culo y piernas anchas y grandotas, lo obliga a Pasqualino a que le haga el amor en una especie de sillón-diván que tiene ella en su oficina, en el campo de concentración. Y él, trabajosamente, con todo el rechazo que eso le provoca, se sube a ella como escalando una montaña –es una secuencia que está muy bien filmada– y logra el cometido sobre ese enorme pedazo de carne, con bastante vergüenza interior.

Luego hay otra escena memorable. La mujer obliga a Pasqualino a hacer lo mismo varias veces. Y en un momento están evaluando un poco el sentido y fin de esta guerra tan terrible y ella dice: Ustedes, ignorantes, brutos gusanos mediterráneos, van a ganar el mundo justamente porque no tienen ideales ni tienen vergüenza ni amor propio, pero son el epítome de la condición real de la subsistencia, y así se subsiste en un mundo sin valores. Me pareció una especie de acto de contrición ideológica de parte de esta mujer; la definición exacta que tenían los arios, en este caso los nazis, del mundo mediterráneo.

Es una secuencia que tiene una enorme cuota de patetismo y de rebajamiento, e impresiona toda la presunción moral de esta mujer que obligaba a realizar el acto sexual a este tipo al que por supuesto lo desmotivaba ese continente enorme de grasa, que con su cara rubicunda de chucrut y salchicha seguramente conseguiría pocos tipos en la vida.

Vi Pasqualino Settebellezze unos días después de su estreno y, como dije, había conocido a su actor, Giancarlo Giannini, en una presentación que se hizo aquí en Buenos Aires. Lo había traído la productora y se organizó una conferencia de prensa con un montón de gente interesante, pero ese día el traductor falló –no recuerdo por qué motivo–, y un tipo de la producción me llamó para preguntarme si yo, que hablaba italiano, no me animaba a ocuparme de la traducción. Le dije que sí y así lo conocí a Giannini, un tipo notable, con una gran simpatía y una especie de laxitud filosófica a la hora de hablar de su carrera: él decía de sí mismo: Esto es lo que hago, no sé si podré seguir siendo actor en el futuro, pero no tengo ningún tipo de posibilidad de creerme alguien importante, porque en general las películas pueden hacerlas veinte actores diferentes. Y creo que eso me condicionó para verlo con simpatía y con más “piedad” –no sé si ése es el término justo– cuando vi al personaje de Pasqualino en esa secuencia. Por entonces Giannini ya era conocido, ya había hecho varias películas importantes, y ya había trabajado con Lina Wertmüller en esa película en la que Sofia Loren tiene dos amantes, Amor, muerte, tarantela y vino. Era una época en la que el cine italiano se vendía como pan caliente: ese mismo día, hablando de tantas cosas, muchas intrascendentes, me dijo también: Estamos haciendo tantas películas para vender el modo de ser itálico, la famosa commedia all’italiana, que cada actor, cada guionista, cada iluminador pide cuantiosas sumas de dinero, que se le pagan, y cada vez queda menos dinero para hacer la película.

Con Giannini no nos volvimos a ver, pero el destino me puso en una disyuntiva de esas un poco patéticas años después, cuando Guillermo del Toro estaba por hacer Mimic, esa película de las cucarachas gigantes, con Mira Sorvino, y me llamó para hacer un personaje. Yo, que tenía un compromiso en España con un director holandés, me lo perdí, y ese papel lo hizo Giannini.

En cuanto a la película de Wertmüller –una directora que me gusta mucho, un ser humano importante, vamos–, es un film que volví a ver varias veces, una vez cada tanto, pero como vuelvo yo a rever los films que me gustan: no lo busco especialmente, así como no me gusta almacenar dvds ni vhs; no tengo pasión de cinéfilo coleccionista, me gusta ver las películas un poco por casualidad, tropezarme con ellas, y repetir cada tanto un acto ocurrido hace tiempo con una suerte de pátina de virginidad. Mantiene el interés vivo.

Me gustaría que se filmaran más películas como Pasqualino Settebellezze, más películas que vuelvan sobre aquellos temas y aquella época, no necesariamente hechas con rigor histórico o pautas veristas, pero sí que recuerden el pasado; porque creo que a veces olvidamos el profundo pozo en que cayó la humanidad en esa época. Cuando vemos los discursos de Hitler, o la efigie de Mussolini –como aparece en esa película reciente de Bellocchio, Vincere–, en el discurso de la Piazza Navona, con sus disparatados gestos de personaje de opereta, de la más horripilante estética, y la gente vibrando con eso, reaparece esa condición perversa, eléctrica, de locura. Me gustaría que el cine tocara más a menudo eso, porque, como decía Brecht, hablar del pasado ubicándolo en el algún lugar imaginario nos permite ver el presente con menos precaución, y verlo más a fondo. Y eso es lo que me pasó a mí al menos, con los discursos por la discusión del matrimonio igualitario, al escuchar las cosas que decían algunos de los opositores –diputados, senadores; gente con educación, con dinero, que podrían algún día presidir mi país–; cosas que forman parte de la historia del disparate humano en su más negra acepción. Cosas que nos hacen pensar que no estamos tan lejos de la irracionalidad de los tiempos de la Segunda Guerra, y que por momentos se parecen a la descripción que hizo esta gorda en Pasqualino: parecen bruti vermi mediterraneo, ¡podridos gusanos mediterráneos!

Así se subsiste en el mundo
x Federico Luppi...


  • Federico Luppi acaba de estrenar en cines la película Sin retorno, ópera prima del director Miguel Cohan, protagonizada por Leonardo Sbaraglia, Martín Slipak, Luis Machín y Ana Celentano.




Pasqualino Siete Bellezas

(Pasqualino Settebellezze, Italia 1975)

Escrita y dirigida por Lina Wertmüller y protagonizada por Giancarlo Giannini, Fernando Rey y Shirley Stoler, Siete bellezas sigue la vida de Pasqualino –un hedonista amoral, apodado “Settebellezze” por su fama de conquistador– a través de la Italia fascista. Cuando se desata la guerra, Pasqualino es liberado de la institución mental a la que fue confinado por asesinato, para poder servir al ejército. Pero, tras desertar, lo capturan los alemanes y lo mandan a un campo de concentración. Allí conoce a otro prisionero italiano, de convicciones anarquistas (Fernando Rey); y, como parte de su plan de fuga, seduce con sus ojos tristes –la marca de Giannini en esta película– a la jefa de la prisión que Luppi describe en esta página. Pero su estrategia se le vuelve en contra: la directora lo nombra comisario de su propio pabellón y lo obliga a seleccionar prisioneros para ser ejecutados, misión que cumple con la ayuda de sus amigos. A medida que avanza, el resto del relato se sume en una amargura cada vez mayor hasta desembocar en un final profundamente triste y desesperanzado.

Nacida en Roma en 1926, de ascendencia suiza y linaje aristocrático, Wertmüller hizo varias de sus películas más célebres, como Mimi metalúrgico, Amor y Anarquía, Noche de lluvia, Amor, muerte, tarantela y vino e Insólito destino, con Giancarlo Giannini, pero fue Siete bellezas la que la convirtió en la primera mujer nominada a un Oscar a mejor dirección. La película fue nominada también al Oscar a Mejor Actor, Mejor Película Extranjera y Mejor Guión Original.



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