Así como Julio Verne vaticinó en su obra algunas delicias tecnológicas de la modernidad, el precursor literario del registro visual en su variante secreta fue, a todas luces, el escritor francés Guillaume Apollinaire. En su cuento Un bello film, publicado en 1910, se refiere al barón D’Ormesan, un tipo que pretendía rodar un asesinato con una cámara oculta.
Ignoro quién fue el cineasta que llevó semejante idea a la práctica. Pero sí recuerdo que la primera cámara oculta que tuve la oportunidad de ver fue realizada por Pipo Mancera en sus inolvidables Sábados circulares. Para ello, se valió de un actor que provocaba insólitas reacciones en los transeúntes; lo suyo, por cierto, no tenía que ver con enganchar al prójimo en alguna actitud reñida con el Código Penal.
En mi caso, la única vez que utilicé dicho recurso fue en el año 2000. Por entonces, trabajaba con Juan Castro en el programa televisivo Unidos y Dominados. Y se me había ocurrido un informe sobre el uso por jueces de bienes secuestrados en procedimientos policiales. A tal efecto, fui a un juzgado, cuyo titular seguía usufructuando la camioneta de un narco que ya había recuperado la libertad. Debo decir que, en esa ocasión, yo no contaba con los beneficios de la tecnología de punta. En la espalda debía llevar una caja; adentro estaba la cámara. Cubría tal joroba con un saco ridículamente holgado; la lente estaba disimulada en la corbata, que persistía en torcerse. No obstante, el asunto salió bien. El juez en cuestión –sin saberse filmado– hasta atinó a decir: "¿Quién va a cuidar un vehículo mejor que un juez?" Cuando vi esa escena en la pantalla, me pareció muy graciosa. También sentí que mi pequeño acto había servido para hacer justicia, ya que el dueño de la camioneta no tardó en recuperarla.
Tal vez en alguna cinemateca se conserve una copia de las escenas tomadas a hurtadillas por un equipo de la televisión alemana a presos políticos chilenos en un cuartel fronterizo con Perú, tras el derrocamiento de Salvador Allende.
Los militares pinochetistas, en base a la errónea creencia de que los alemanes estaban allí por un documental sobre minería, los alojaron allí en calidad de huéspedes. La difusión mundial de aquellas imágenes hizo que los prisioneros recobraran la libertad.
No todas las manifestaciones del género son tan honorables. Días atrás, a través de un seguimiento que se prolongó por semanas, las cámaras ocultas del canal América se anotaron un hito en la materia: poner al descubierto un falso ciego que pedía limosna.
De modo que, a lo largo de su historia, las cámaras ocultas a veces sirvieron para esclarecer delitos y remediar injusticias. También fueron muy útiles en la producción de canallescas violaciones a la intimidad y chivatazos de toda laya, entre otras indignidades. Y siempre con la misma regla: registrar a un sujeto sin su conocimiento, en medio de una acción reprochable o una confidencia incriminatoria.
Sin embargo, nada es infalible. Porque, ¿cuál sería el efecto del asunto si se invierte esa condición? ¿Cuál sería su resultado si el objeto de una cámara oculta actúa ante ésta a sabiendas de que lo están filmando? El affaire Lanata-Fariña se perfila como un gran ejemplo al respecto.
En este punto, bien vale volver al texto de Apollinaire.
El barón D’Ormesan pretende filmar un crimen. Con ese fin, secuestra a una pareja –las víctimas– y conmina, bajo amenazas, a un hombre para cometerlo. Éste accede, aunque con una condición: cubrirse el rostro con un pañuelo que tiene dos orificios en el lugar de los ojos. El asesino cumple. "El pañuelo no se le movió de la cara durante la lucha –dice Apollinaire– y lo conservó puesto todo el tiempo que la cámara funcionó. ‘¿Están ustedes conformes? ¿Puedo ahora arreglarme un poco?’, preguntó. Lo felicitamos por su labor. Se lavó las manos, se peinó, cepillándose después el traje. Inmediatamente, la cámara se detuvo."
Ya se sabe que las máscaras encubren caras pero no los ojos. Congelan la mirada de sus usuarios. Pero al despojarse de ellas, esa mirada jamás recupera su expresión original. ¿Gajes de la culpa? De una manera más que metafórica, la cámara oculta es una máscara. Esa es precisamente la máscara que, durante la noche del último domingo, se le cayó al afamado conductor de Periodismo para todos (PPT), en medio de una operación mediática vulnerada por una contraoperación. Una increíble contraoperación urdida sin otro recurso que las dotes de buen psicópata exhibidas por su rival en esta historia, el insondable Leo Fariña.
Más allá de los intereses fácticos en juego, el asunto en sí guarda cierta semejanza con una añeja fábula policial: un inescrupuloso comerciante vende con papeles apócrifos un automóvil mellizo y recibe a cambio dinero falsificado. Lo cierto es que lo de Lanata y Fariña fue un duelo de gigantes. Un duelo que, en vez de convertir al primero de ellos en el gran desbaratador de un escándalo de corrupción, hizo de él un simple actor de reparto, tal vez el más desafortunado del elenco.
Cosas de la era digital. Cosas de un tiempo en el cual hay cámaras en los subtes, en los peajes, en el banco y en los baños. Hay cámaras en todos lados. Y como en The Truman Show nadie deja de ser filmado.
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