jueves, 1 de enero de 2009

Hugo Midón


HUGO MIDÓN Y CARLOS GIANNI


Existe un mundo mejor para los chicos y no es el de las publicidades que venden paraísos artificiales para bolsillos de cierto poder adquisitivo, o hamburguesas horribles por precios desopilantes.

Hay un mundo mejor, y ese mundo mejor está en las obras con que desde hace más de 25 años Hugo Midón ha entretenido, maravillado y hecho crecer a distintas generaciones de argentinos. Un compendio del mundo mejor que Midón ha imaginado y convertido en materia palpable, como autor y director, está hoy en cartel en el Teatro Cervantes, bajo el nombre de La Trup Sin Fin, una pieza que puede verse como la punta de un iceberg de notable profundidad. La obra de Midón representa a la historia del teatro dirigido a los futuros adultos lo que el aporte de María Elena Walsh al mundo de los aficionados a las (buenas) canciones.

La importancia que tiene la formación (o la deformación) del gusto de los futuros espectadores se ha convertido, se sabe, en un tema central del análisis de la cultura contemporánea, en la medida en que la televisión, y sus productos derivados operan en este momento como una máquina casi imparable de fabricación de consumidores.

Nada es demasiado seguro nunca, pero está claro que hay grandes probabilidades de que chicos educados con canciones de Walsh y obras de Midón sean en el futuro habitantes de esta aldea global con un gusto más refinado, y menos manipulado, que aquellos que sólo han tenido acceso a la clonación perpetua de modelos que domestican almas con la excusa de entretenerlas. No es lo mismo haber crecido escuchando a Los Beatles que haberse topado con el consumo de canciones escuchando a las Bandana, es evidente.

Ni Midón ni Walsh han sido ajenos a la televisión, pero a una televisión pensada de otra manera, la de los años ’80, antes de que Carlos Menem privatizara los canales, en una de las decisiones que preludiaron el modelo de país en que avanzaría, aquel en que los chicos ricos rieron más y mejor que nunca. En aquella televisión manejada por la patota cultural –definición acuñada por quienes habían trabajado a destajo durante la dictadura y fueron dejados de lado tras el retorno de la democracia– era habitual ver sus ideas transmitidas al más masivo de los públicos, como parte de un menú que parecía necesario para la sociedad. Aun hoy la serie de programas de Vivitos y coleando, con sus respectivas piezas teatrales y sus ediciones discográficas, impresiona como uno de los más logrados episodios de la historia del entretenimiento inteligente para futuros adultos, en busca de caminos divertidos para aprender a relacionarse con las aventuras del existir.

Hoy, salvo en Canal 7 y en Canal Encuentro, la programación infantil de televisión exhibe una insolente mezcla de repetición de historias ya conocidas, impunidad para los negocios y un desprecio militante por cualquier idea sobre la sociedad que no sea del tiempo de los cavernícolas.

Y luego están los canales infantiles de cable, que entretienen con productos estadounidenses o japoneses y venden parafernalia global en tandas interminables. Cualquier chico argentino de entre 5 y 12 años que mire Cartoon Network sabe mucho más de Abraham Lincoln y George Washington que de José de San Martín y Manuel Belgrano. Si eso no es colonización…Mariano Grondona es progresista.

Midón trabaja casi siempre en el universo de la comedia musical, a partir de un imaginario que tiene relación con el viejo mundo de la comicidad bien entendida. En sus espectáculos, entre ellos La vuelta manzana, Cantando sobre la mesa, Narices, Locos Re-Cuerdos, Stan y Oliver, La Familia Fernández, Huesito Caracú, Objetos maravillosos, El salpicón y Derechos Torcidos, además de las varias versiones de Vivitos y coleando, se fogueó una pléyade de actores como Carlos March, Andrea Tenuta, Roberto Catarineu, Divina Gloria, Favio Posca, Gustavo Monje, Diego Reinhold, Alejandra Radano, Omar Calichio, Alejandra Perlusky y Diego Odara, entre otros. Muchos de ellos no han necesitado de la mala televisión para vivir, y eso los ha hecho mucho más nobles a la hora de ejercer el oficio: no venden entradas en los teatros –como tantos colegas– sólo por poner la cara en productos de los que en la intimidad hablan pestes. Monje, Reinhold y Calichio son hoy por hoy algunos de los exponentes más acabados de lo que pertenecer o haber pertenecido a la escudería de Midón representa para un actor noble.

Monje, protagonista de Huesito Caracú no está en La Trup Sin Fin y podría afirmarse que se lo extraña, aunque no es trabajo lo que le falte. Los que se lucen de manera ostensible son Reinhold y Calichio, que ya habían consumado un dúo impar –nunca mejor el adjetivo– en Stan y Oliver. El cuadro de homenaje a Charles Chaplin que borda Reinhold justifica de por si la asistencia del espectáculo y hasta produce la sensación de que ahí hay una obra completa en potencia. Es que la notoria batería de recursos de Reinhold (que baila y canta como los dioses, y puede hacer reír sin textos ni groserías ni dobles sentidos) reducida a su mínima expresión, en la imitación de un clown excepcional, rinde como un solo de piano en una sinfonía de Beethoven. Calichio, que trabaja otros registros, a partir de su envergadura física, es capaz de manejar a su antojo una sala repleta, haciéndola vivar un discurso hilarante de un príncipe enamorado que le canta a su Cenicienta…. una repetida e inacabable canción mexicana. Juntos, en un cuadro extraído del espectáculo de homenaje a Stan y Laurel… son dinamita. El ámbito clásico del Cervantes, un teatro con historia, conflictos, pasado y fantasmas, juega un rol extraño rodeando un show que para los que ya conocen el rubro tiene cierto carácter de salpicón y para los novatos puede resultar el hilo conductor hacia el pasado, o el futuro.

Midón y Walsh entendieron antes que Hollywood, y por asuntos distintos, que los productos culturales infantiles deben ser también espectáculos para adultos, así como a los chicos no hay que hablarles deformando el léxico. Ingresar hoy a una función de La Trup Sin Fin permite, además, ver las capas geológicas del público que ha ayudado a sostener la carrera de este creador imprescindible: hay abuelos repitiendo ritos de otras eras, hay padres que algunos fueron de la mano de los suyos, y hay adolescentes que reconocen su propia infancia cuando ingresan una vez más en ese mundo mejor, al alcance de las manos y los cerebros por el precio de una entrada (en este caso barata, por tratarse de un teatro oficial). Puede afirmarse que no hay nada demasiado nuevo en La Trup Sin Fin. Pero tampoco lo hay en el lento paso del tiempo, en la caída inevitable del sol, en el bamboleo de los vagones de los trenes que van hacia ninguna parte, o en el espectáculo prodigioso de un niño durmiéndose aferrado a su osito de peluche.

Carlos Polimeni


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cholulos