Babylon es una metáfora de la exclusión en las sociedades contemporáneas. El comisario Clay ha desarrollado un sistema de inteligencia artificial que controla la investigación policial. El sistema es altamente eficiente, pues ha logrado bajar el delito en un 70%. El trabajo de Clay está basado en una idea que considera incuestionable: la naturaleza humana es muy simple y predecible; en su opinión, la inmensa mayoría de los crímenes están motivados por tres razones: codicia, venganza y celos. Pero el ex policía Lauro das Pedras no está de acuerdo. Para él la naturaleza humana es mucho más rica y compleja, y el sistema de Clay no puede lidiar con los casos que se salen de la norma. Das Pedras solo se interesa por los casos que el sistema de Clay excluye, lo que Clay llama “el descarte”.
No es entonces casual que la principal característica del antagonista del comisario Clay, Lauro das Pedras, sea el ser yeta, el símbolo por antonomasia de la exclusión social. Los excluídos creen que tienen mala suerte. Pero la mala suerte no existe: es la estrategia del sistema para justificar la exclusión. El sistema les ha hecho creer que tienen mala suerte. La serie va a mostrar la importancia de prestarle atención a los excluidos, no por caridad, sino porque todos tienen algo que aportar a un modelo de sociedad más incluyente. La serie lleva el nombre de “Babylon” un cabaret donde se toca en vivo música de jazz y que es el lugar de reunión de Lauro das Pedras. Es el lugar de los excluidos. Es el único lugar en el que no existen los prejuicios y donde nadie intenta marcar las diferencias entre las personas. Es el único lugar en el que Lauro das Pedras no siente que es yeta. Elegimos combinar dos géneros que pueden parecer heterogéneos para contar esta historia: el policial negro (film noir) y la comedia. El policial negro porque es un género poco visto en la televisión argentina y porque la idea crucial de este genero es que nada es lo que parece. La comedia porque, tal como hemos demostrado en “Los Sónicos”, los contenidos más profundos y complejos pueden ser presentados de una manera ágil y sencilla en el marco de la comedia.
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Federico Oliveraes Frank en Babylon, el protagonista del unitario que hoy domingo termina en Canal 9 a las 22 horas, pero que puede verse x internet en CDA (Contenidos Digitales abiertos).
─¿Qué vamos a ver en Babylon?
─En principio es un policial en tono de comedia episódico, es decir con capítulos que comienzan y terminan una historia, y a su vez tiene una historia troncal que se va desarrollando a lo largo de los 13 episodios. Babylon mezcla dos mundos, uno más fantasioso, donde la ficción gana mucho protagonismo y otro mucho más real. Los distintos casos policiales llegan a nuestras manos y la historia de cada personaje se amalgama con el presente.
Babylon también muestra un poco el capricho humano de lo que se entiende como lógica ya que los personajes y elementos que toma para llegar a la conclusión del caso son aquellas circunstancias que se descartan. De alguna forma Babylon parodia el policial clásico por la misma forma de contarse la historia.
─¿Por qué Babylon?
─En principio el cabaret se llama Babylon y de alguna forma la idea es ese lugar donde todo se mezcla, un recipiente donde de alguna u otra forma todo es posible. Todo aquello que puede ser representado como lo “mal visto”, el sexo y la satisfacción primaria que genera, Babylon lo ve como una necesidad del hombre o por ejemplo la violencia que es inherente al ser humano. No diciendo que esto está bien, sino como algo que de una u otra forma ocurre.
─¿Qué significa ser parte uno de los unitarios ganadores del concurso que pone ficción en la pantalla chica?
─Me parece algo muy auspicioso que muestra una gran diversidad. De alguna forma no se puede evaluar ahora porque recién empieza pero es importante ver de acá a un futuro los resultados logrados. Si esto tiene una continuidad, se puede reflejar un saber como que además de nutrir la pantalla, podrá aportar un escape para las personas que van a tener otra mirada de la ficción. Todo esto tiene que ser para crecer.
Los antihéroes son los héroes reales y creíbles de la TV global. O, por lo menos, es una lectura a la que podría arribar todo asiduo espectador de series televisivas de cable, emitidas durante la última década y media. Ya inaugurado el siglo XXI, las grandes cadenas estadounidenses reforzaron la oferta de una ola de ficciones que combinaban con destreza líneas argumentales complejas, producción cinematográfica e intriga exacerbada. Cualquier enumeración sería arbitraria. Pero series como The Sopranos, Lost, Mad Men, The Wire o Breaking Bad, entre decenas, no dejaron de sembrar “serieadictos” en esta nueva “época dorada” de la TV, heredera de modos de narrar pioneros, como el de la más antigua Hill Street Blues. Con todo, este “boom” comenzó a funcionar como caldo de cultivo para la creación de personajes protagónicos distintos, acordes con una pantalla chica renovada.
Así, si la atención se centrara en aquellos susceptibles de ser descriptos como héroes, se podría destacar tres de los que ya se encuentran elevados a la categoría de íconos: es el caso de Dr. Housede la serie House M. D, Jack Bauer de 24 o Dexter Morgan, de la serie Dexter. Este trío tiene un carácter heroico innegable. En cada caso, los personajes despliegan virtudes superiores al resto de los mortales, y sus labores merecen el agradecimiento de terceros beneficiaros. House cura enfermedades que nadie logra vencer; Bauer salva nada menos que al pueblo estadounidense de las garras del terrorismo internacional, y Dexter se dedica a terminar con la vida de los criminales que una policía negligente no consigue encarcelar.
Al mismo tiempo, estos tres héroes tienen un costado ambiguo y miserable. El primero, como es conocido, hace del sarcasmo su sello personal, maltrata y se burla de pacientes y colegas; el segundo se muestra noble pero tortura a quien convenga, sean amigos o enemigos, y el tercero alcanza un goce psicológico siendo un asesino serial implacable. Todos ellos persiguen fines nobles, aunque su carácter y sus métodos sean, en extremo, poco ortodoxos. Así y todo, no se trata de caracterizaciones aisladas. Por el contrario, la incorrección política, la ambigüedad moral o el cinismo dieron forma a estos tres celebrities televisivos al igual que a muchos de sus coetáneos. Si seguimos con la lista, aparecen los muy ambiguos y ya históricos Tony Soprano, John Locke, Don Draper, Omar Little, etcétera. También hay mujeres: Patty Hewes (de la serie Damages) y Jackie Peyton (de Nurse Jackie), entre las destacadas.
Ahora bien, la multiplicación de este tipo de personajes en la TV mundial, ¿habla de la constitución de un nuevo verosímil de héroe? Es decir, ¿contribuye a la reconfiguración de la noción de lo “heroico” que se reserva el imaginario social?
La posibilidad de un recambio en el modelo podría refutarse con el argumento de que Joseph Campbell o Umberto Eco postularon que el héroe en la cultura de masas se caracteriza precisamente por su ambigüedad, su tendencia autodestructiva o por la transgresión de las normas impuestas en la sociedad, entre otras cosas.
Asimismo, si bien siempre hubo antihéroes que rompían con el canon del héroe valiente, incorruptible y desinteresado (como ocurrió con fuerza en los setenta), esa corriente estuvo lejos de ser predominante, por lo menos, para los parámetros hegemónicos televisivos.
Con todo, más allá de la validez del planteo, ¿por qué los antihéroes se convirtieron en los héroes verosímiles de nuestro tiempo? Una línea de lectura podría establecerse en el hecho de que estos personajes, más que representar los ideales de una sociedad, representan sus deseos y temores. Contribuyen al surgimiento de una nueva utopía que tiene al héroe amoral, pragmático y cínico como fuente de solución de buena parte de los problemas sociales contemporáneos. Por caso, House, Bauer y Dexter hacen lo que las tres grandes instituciones en las que trabajan, pese a sus recursos y burocracia, no logran: es decir, ellos ofrecen salud, seguridad y justicia a los ciudadanos. Los tres personajes revalorizan la iniciativa al tiempo que encarnan la falta de creencia en el rol de las instituciones. La “farsa” en la que parece haberse convertido la realidad que habitan promueve la creación de seres sin ideales, especialmente ambiguos y con un anclaje ético flexible o privado. El carácter valeroso o intachable de otras épocas se vuelve inverosímil ante las exigencias de alcanzar el objetivo buscado a cualquier precio.
Entretanto, el espectador activa su mecanismo consolatorio: sabe que alguien hace el trabajo “sucio” por él.
Darío Grandinetti y Cristina Banegas se convirtieron en los primeros actores argentinos ganadores del premio Emmy Internacional, que se entregó en Nueva York.
El ciclo "Televisión por la inclusión" fue premiado en la 40ma. entrega de los Premios Emmy. Además, Canal 9 repondrá los dos capítulos distinguidos.
Los actores Cristina Banegas y Darío Grandinetti vivieron una noche de orgullo y éxito en la meca de la industria televisiva norteamericana compitiendo contra 15 países. Sólo Brasil y Argentina se llevaron estatuillas. De nuestro país, sólo fue distinguida la producción de ON TV, en el camino quedó "El Puntero" de Pol-Ka.
En cada uno de sus 13 capítulos, "Televisión por la inclusión" (auspiciado por el INCAA ─Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales─, y el Ministerio de Planificación de la Nación) abordó, con elencos rotativos, historias de corte social capaces de exponer temas relacionados a distintos mecanismos de exclusión social ejercidos por la sociedad. Bernarda Llorente, una de las responsables de ON TV, remarcó que la nominación a los Premios Emmy de Grandinetti y Banegas está "hablando de un cambio de paradigma a nivel mundial". Añadió que reviste importancia que este tipo de productos sean distinguidos, porque dan cuenta de que tienen un estándar de calidad que les permiten ser reconocidas internacionalmente.
También compitió, en el rubro cultural-educativo, la primera temporada de "Mentira la verdad", de Mulata Films, que el filósofo y docente Darío Sztajnszrajber propuso a través de Encuentro.
Este miércoles, de 22 a 0.30, en la pantalla de Canal 9, regresan los 2 programas premiados que colocaron a nuestro país como un generador de contenidos de calidad en lo conceptual y estético.
“El programa que nosotros hicimos trata de reivindicar aquellas
cosas que necesitan ser reivindicadas para hacer del mundo un lugar
mejor, así que agradezco haber participado de un proyecto que pone luz
en aquellas cosas que necesitan ser visibles. En
la Argentina los derechos humanos son política de Estado”, dijo Grandinetti.
Al ser premiada, Banegas expresó en inglés que
“Televisión por la Inclusión trataba en cada episodio un tema
relacionado a la discriminación. De modo que es un honor para mí haber
estado en un programa donde la ética y la televisión trabajen juntos”.
Cristina Banegas fue premiada por su interpretación de Paula, una
madre que lucha por los derechos de su hija que sufre síndrome de down,
vulnerados por una prepaga en el capítulo "Sin cobertura".
Temía estar solo en ese momento, pero no fue así. Terminó de apagarse poco después del mediodía, tomado de la mano por sus afectos más íntimos.
Hace dos meses, cuando la Cámara de Diputados le entregó un premio, Leonardo Favio, tal vez nuestro mayor artista popular, me pidió que lo acompañara. Fui porque el premio se lo daban a él y él fue porque el premio se llamaba Néstor Kirchner, quien le devolvió la felicidad por las transformaciones que puede producir la política y que para tantos llegó como una sorpresiva primavera. Le cautivaba Cristina y estaba orgulloso del homenaje que ella le tributó hace unos años. Como muchos, sentía como un privilegio haber llegado a vivir este presente.
Si el Chiquito te pedía algo era difícil negarse. Cuando me invitó al estreno de su última obra, Aniceto, le dije que no me sentía cómodo en esa situación social. Pero me insistió hasta la intriga. Para colmo me hizo sentar entre Fito Páez y los bailarines de la película. No había dónde esconderse. Al entrar al cine me dijo que quería hablarme cuando se encendieran las luces, como si supiera que planeaba escaparme un segundo antes de eso. Recién al final de la proyección entendí por qué me obligó a quedarme. No creo haber hecho nada para merecer que me dedicara el Aniceto, aunque él sentía que siempre estuve cuando me necesitó, desde aquellos años de mate con bombilla en la terraza en que me contaba escena por escena cómo sería su próxima película. Soy uno de los que le dijeron que no era una locura volver a filmar El romance del Aniceto y la Francisca con bailarines en vez de actores. Uno diría, ¿y qué podía importarle lo que pensara un tipo que entendía tan poco de esas cosas? Le importaba, porque era un creador tan grande como inseguro. Su cine y su música se basaban en la intuición, alimentada en el universo de su infancia y hasta su último proyecto inconcluso tiene que ver con eso, el pantalón cortito con un solo tirador y el mantel de hule. Pero como cineasta además era un obsesivo que medía y pesaba cada detalle hasta la exasperación y al Tano Stagnaro le hizo hacer cosas con el color que hoy parecen fáciles con el digital pero que entonces eran una proeza. Rita Hayworth decía que las únicas joyas de su vida eran las dos películas que filmó con Fred Astaire. Yo atesoro el guión, las indicaciones de escenografía y el disco con la música del Aniceto. Mañana quiero volver a leer ese texto y las líneas con que me lo mandó, así como hoy escucho sus canciones, de las que decía que “perdurarán mucho más allá de nuestras sombras”, por las que “me recordarán al momento de empacar para no volver”, aunque al mismo tiempo se definiera como “un compositor rasante, de tono y dominante”.
Desde los shows de su juventud siempre hablaba de la muerte, con una idea de la trascendencia que en los últimos años lo acercó a una experiencia mística de Dios y el universo. Era bastante asustadizo y cuando tuvieron que operarlo para un reemplazo de cadera, me mandó las cajas con el montaje final de Perón, sinfonía de un sentimiento, y un escueto mensaje aterrador: “Si me pasa algo vos decidís qué hacer con esto”. Pocas veces en la vida sentí tanta responsabilidad. Para rendirse ante esa obra superlativa, como casi todo lo que filmó en su vida, no hace falta coincidir con todas sus ideas políticas, y de hecho no comparto su visión del último Perón y todo lo que vino con él. Tampoco me olvido de que hoy es fácil exponer esos desacuerdos, pero cuando estas cuestiones no eran parte de la filosofía y de la historia sino de la vida (y sobre todo de la muerte, omnipresente), el Chiquito salvó la vida de una docena de rehenes a quienes torturaban guardaespaldas descontrolados el día del regreso de Perón en 1973. Una cosa es la ideología y otra cosa la decencia.
No sé si tiene alguna importancia decirlo hoy, pero mi preferida de sus películas es Gatica, el Mono. Sé que es muy subjetivo. Sobre todo en una filmografía con varios puntos altos para elegir. Esa película es la historia de la sangre, de la sangre vertida por nuestro agobiado pueblo, de la humillación y la derrota y la aridez, de la impotencia y del fracaso. Algunos críticos han señalado que su duración es excesiva. Yo no quería que terminara nunca, y la vi varias veces en una semana. Creo que sólo me había pasado antes con La conspiración de los boyardos, de Eisenstein, en mi adolescencia; con Vivir y Kagemusha, de Kurosawa; con Rocco y sus hermanos, de Visconti. Varias buenas películas han encarado el pasado terrible de este país, desde distintos ángulos, muchos encomiables. Pero me parece que nadie había conseguido una mirada tan abarcadora como la de su reflexión, de algún modo no política. Pertenece a otro orden de la realidad, establece un nexo distinto con el espectador, multidimensional, envolvente, iluminador e inexplicable, como la poesía. Y además les llega a todos, no sólo a los que saben y les importa.
Walsh abrió las primeras ediciones de Operación Masacre con una cita de Elliot, en inglés: “Una lluvia de sangre ha cegado mis ojos. ¿Cómo, cómo podría volver alguna vez a las suaves, tranquilas estaciones?”. Pero luego la sustituyó por otra, del comisario a cargo de los fusilamientos: “Agrega el declarante que la comisión encomendada era terriblemente ingrata para el que habla, pues salía de todas las funciones específicas de la policía”. Ni poesía inglesa ni la implacable precisión de los datos. La estética de Gatica para decir aquello mismo que obsesionaba a Walsh es la que el Chiquito y su hermano y coguionista, el Negrito Zuhair Jorge Jury, aprendieron de los radioteatros que hacían su mamá Laura Favio y su tía Elcira Olivera Garcés. Cuando un talento torrentoso recupera esta marca de infancia, para narrar la vida de un ídolo del más aluvional barro, amasado con lágrimas en la tierra de la Patria sublevada cuyo subsuelo Scalabrini Ortiz vio emerger aquel 17 de octubre, se produce el milagro de una ópera popular, en la que los temas más complejos pueden transmitirse de un modo accesible a todos. La obra de arte regresa al pueblo que la originó, y a su vez lo ennoblece, al ofrecerle esa nueva dimensión de sí mismo. Así se forja la cultura de una Nación, esa categoría tan desmedrada y, sin embargo, indeleble.
La antológica secuencia de la misa, con los dos cuerpos bañados en sangre y los rostros retorcidos por el dolor y el odio es una rendición de cuentas minuciosa de la infinita capacidad de infligir daño que ha sido nuestra historia, pasada y moderna, desde el fusilamiento de Dorrego en adelante. Los artistas capaces de recrear los mitos populares de ese modo deslumbrante, revelan rasgos ocultos de los pueblos, que tal vez ellos mismos ignoran.
Te despido así, con el nombre que sólo muy pocos teníamos permiso para usar, tal vez porque nos conocíamos desde que salimos de la adolescencia. Me cuesta escribir de vos en tiempo pasado. Me cuesta escribir sin llorar, mientras escucho tus canciones que alguna vez me parecieron una desviación de tu obra cinematográfica enorme y que me llevó años entender y amar como parte inseparable de una misma narrativa. Adiós, Chiquito.
Un Sainete shakespeariano en torno al amor de Celestino y Palmira junto a los vecinos de un Conventillo de San Telmo...
Espacio Aguirre todos los domingos a las 19 horas en Aguirre 1270 y Darwin CABA
Elenco:
Anselmo.......................................Guillermo Ayliffe
Celestino...............................Pablo di Felice
Manisero..............................Víctor Salvatore
El Pibe...............................................Andrés Araya
Gallega/Madama y Margarita...............Norma Lichtenstein
Gallego................................................ Emanuel Duarte
Genaro y Toto ................................... Eduardo Jaime
Juana Rosa.......................................... Valeria Blanco
La piba.......................................... Abril Di Felice
Mimi....................................................... Tina Ottaviano
Oriental............................................ Daniel Mancuso
Palmira................................................ Mónica Spada
Rosa Juana............................................... María Marta Valdez
Sargento/Cura y Presentador............. Max Filardo
Vieja y Rengo........................................... Jorge Cinalli
Director Musical............cardo Scalise
Coreografías......................Mirna Serra
Vestuario............................María Marta Valdez
Producción General............Claudio Fridman y PURO GRUPO
Su nombre quedó inexorablemente ligado al de Fernando Solanas, como coautor de La hora de los hornos (1966-1968), la película política más influyente de toda la historia del cine latinoamericano. Pero Octavio Getino –fallecido ayer en Buenos Aires a los 77 años, de un cáncer– deja una obra amplia, que va más allá de esa referencia insoslayable. Como ensayista, guionista, director e incluso como docente y funcionario, Getino –que se definía a sí mismo como “investigador de medios de comunicación y cultura”– dedicó su vida simultáneamente al cine y a la reflexión política, logrando que ambos campos fueran para él sólo uno y el mismo.
Nacido en la ciudad de León, en la provincia de Castilla y León, España, el 6 de agosto de 1935, en la década del ’50 partió con rumbo a la Argentina, escapando de la dictadura franquista, y en 1964 ganó los premios del Fondo Nacional de las Artes y Casa de las Américas de Cuba por su libro de cuentos Chulleca, publicado por la editorial La Rosa Blindada. Entre sus múltiples tareas de su juventud, que precedieron a su incorporación al cine militante, mencionaba la de trabajador metalúrgico, lavacopas y periodista.
“Uno de esos encuentros que dejan huella en la vida de un hombre y lo estimulan a crear y a experimentar”, describió alguna vez Solanas su amistad con Getino, iniciada hacia 1963. Tres años después, en el momento en que Solanas y Getino iniciaban la realización de La hora de los hornos, el golpe militar de Juan Carlos Onganía derrocaba al gobierno civil de Arturo Illia anticipándose así a las elecciones de 1967, en las que se presumía que el peronismo, largamente proscripto, saldría ganador. El film pasó, entonces, a rodarse en condiciones de clandestinidad (con la productora publicitaria de Solanas como cobertura), situación que determinó la radicalización definitiva y extrema de su discurso, en la medida en que la película se tuvo que hacer no sólo al margen de las estructuras de producción convencionales, sino también de los controles policiales de la dictadura.
Durante dos años, Solanas y Getino recorrieron el país, grabando entrevistas y filmando con una cámara de 16mm sin sonido sincrónico, con el propio Solanas la mayoría de las veces como operador. Montado y sonorizado en Italia, a donde el material original llegó clandestinamente, La hora de los hornos tuvo su estreno en el Festival de Pesaro en junio de 1968, donde no sólo se llevó el premio principal, sino que se convirtió en un acontecimiento político-cultural. Todavía no había pasado ni siquiera un mes de las célebres revueltas del Mayo francés y la llama de París recién comenzaba a esparcirse por toda Europa. En ese contexto, la aparición de un film latinoamericano como La hora de los hornos, que era un declarado llamamiento a la revolución y concluía su primera parte con un plano fijo y sostenido del rostro del Che Guevara (de cuyo asesinato no se había cumplido un año), causó una verdadera conmoción en el campo del cine, que por esos días se cuestionaba no sólo su lenguaje, sino también su función social.
Esta nueva relación con el cine es la que se propuso establecer el Grupo Cine Liberación, formado al calor de la praxis durante el rodaje de La hora de los hornos y cuya primera declaración tuvo expresión pública en mayo de 1968, para acompañar el lanzamiento del film. Integrado por Solanas, Getino, el realizador tucumano Gerardo Vallejo y el productor Edgardo Pallero, Grupo Cine Liberación desarrolló un proceso de elaboración teórica a partir de la práctica, que derivó en el famoso manifiesto titulado “Hacia un Tercer Cine”, un texto de valor programático, que revisaba de manera drástica las relaciones entre cine y política y establecía caminos a seguir.
Como más tarde señaló Getino, que fue esencial en la redacción de ese manifiesto, “dividíamos la producción cinematográfica en distintos niveles, referidos no a la especificidad del cine mismo, sino a los proyectos que cada nivel traducía o expresaba”. Así, el Primer Cine era el que respondía al modelo imperial hollywoodense; el Segundo Cine aquel cine de autor “presuntamente independiente” y por lo tanto meramente reformista e incapaz de modificar las relaciones de fuerza con el sistema dominante (asociado en la Argentina con el denominado Nuevo Cine de la generación del ’60); y el Tercer Cine, “un cine de destrucción y de construcción. Destrucción de la imagen que el neocolonialismo ha hecho de sí mismo y de nosotros. Construcción de una realidad palpitante y viva, rescate de la verdad nacional en cualquiera de sus expresiones”.
El manifiesto “Hacia un Tercer Cine” tuvo poco después su continuación en una nueva propuesta titulada “Cine militante: una categoría interna del Tercer Cine”, que pretendía aclarar algunos aspectos que podían ser mal interpretados del texto original y donde se hacía distinción expresa de que “cine militante es aquel cine que se asume integralmente como instrumento, complemento o apoyo de una determinada política”. El Grupo Cine Liberación tuvo oportunidad de poner en práctica esta categoría interna del Tercer Cine con los documentales filmados en Madrid con Juan Domingo Perón y producidos por el Movimiento Peronista: Actualización política y doctrinaria para la toma del poder y La revolución justicialista, ambos realizados en 1971.
El primer film es una larga entrevista donde no hay más imágenes que las del propio Perón y los títulos que dividen las tres partes en que se compone la película (“El justicialismo, la identificación del enemigo y la unidad”; “Conducción política y guerra integral”; “El trasvasamiento, la organización y el socialismo nacional”). En el segundo film, Perón procede a historiar el nacimiento y desarrollo del justicialismo y el relato está acompañado por materiales de archivo.
Rodados en la quinta de Puerta de Hierro de Madrid por Getino y Solanas, con ayuda técnica del español Elías Querejeta (productor de Carlos Saura y Víctor Erice, entre muchos otros), ambos films tenían como objetivo común provocar una catarsis política al ofrecer una comunicación masiva con la palabra y, principalmente, con la imagen de Perón, a quien por entonces lo separaban de la Argentina 17 años de exilio. En el orden interno, con estos dos documentos Cine Liberación se propuso enterrar el divismo individualista del artista liberal y fundir su acción en un grupo sometido a la operatividad de una organización política.
Este procedimiento, que respondía a la categoría específica de “cine militante”, no impidió que casi simultáneamente el Grupo Cine Liberación se dedicara a El camino hacia la muerte del viejo Reales, primer largometraje dirigido por Gerardo Vallejo, testimonio de una familia campesina tucumana, víctima clásica de la explotación azucarera, realizado con la colaboración en el guión de Getino y Solanas, que también contribuyeron a su producción. Otros dos largometraje llevarían en los títulos la marca del Grupo Cine Liberación: Los hijos de Fierro, iniciado por Solanas en 1972 y finalizada recién cinco años después en el exilio, y El familiar, el único largometraje dirigido en soledad por el propio Getino.
Rodada en Salta y Tucumán en 1972, con guión de Getino y Jorge Hönig y la participación de algunos actores emblemáticos de la época, como Emilio Alfaro, Hugo Alvarez y Víctor Proncet (estos dos últimos participaron también, en 1973, de Los traidores, de Raymundo Gleyzer), El familiar propuso una compleja operación simbólica: se trataba de leer viejas leyendas populares del noroeste argentino desde un punto de vista político. Zupay (el diablo) hacía un pacto con un terrateniente, que sería rico a cambio de venderle las almas de sus peones a un misterioso personaje que adoptaba distintas formas, llamado El Familiar. “Desarrollo fílmico muy ambicioso y espectacular, uno de los films más extraños, fascinantes y críticos sobre las culturas populares”, escribió el crítico Agustín Mahieu en La Opinión, cuando el film finalmente llegó a su estreno comercial, en octubre de 1975.
De hecho, Getino mismo “liberó” su propio film, junto a decenas de otros títulos hasta entonces prohibidos, cuando en 1973 el gobierno recién asumido de Héctor J. Cámpora lo convocó como interventor del llamado Ente de Calificación Cinematográfica, un organismo tristemente célebre que institucionalizó la censura en la Argentina. Al frente del ente, Getino hizo exactamente lo contrario: abrió generosamente las compuertas para todo tipo de películas, entre ellas Ultimo tango en París, de Bernando Bertolucci, que fue un caso célebre, porque después de su autorización fue retirada casi inmediatamente de cartel por una presentación judicial.
“La guerra por Ultimo tango partió, como otras tantas guerras conocidas y desconocidas, del conocido sector cavernícola de la Iglesia, totalmente enfurecido porque alguien ajeno a sus filas se había hecho cargo –sin su autorización– del sello Ente que supieron y pudieron construir a través de los años (y de los siglos)”, recordaba Getino en un e-mail que le envió a José Pablo Feinmann para su obra Peronismo - Filosofía política de una persistencia argentina. “Los ejecutores del pedido de mi detención, expropiación de bienes (no tenía un mango y para salir del país hasta el bueno de Torre Nilsson aportó unos mangos para mi pasaje a Lima) y mi extradición fueron algunos fiscales que concurrieron a ver la película al cine donde apenas estuvo dos semanas (creo) y ordenaron su secuestro y el inicio de acciones judiciales contra todos los que estábamos en el ente.”
Con el golpe militar de marzo de 1976, Getino se exilió primero en Perú y luego en México, donde comenzó a desarrollar una amplia tarea como investigador de medios de comunicación y cultura. Entre sus muchos libros publicados se destacan El capital de la cultura: Las industrias culturales en Argentina y en la integración Mercosur, Cine iberoamericano: los desafíos del nuevo siglo y Cine argentino: entre lo posible y lo deseable.
Con la vuelta de la democracia, regresó al país y dirigió en 1987 una investigación sobre “Incidencia del video en las cinematografías de siete países latinoamericanos”. Fue director del Instituto Nacional de Cine entre 1989 y 1990 y en 1992 estuvo a cargo del primer estudio realizado en América latina sobre “Dimensión económica y políticas públicas de las industrias culturales”. Se desempeñó como docente en cursos de posgrado en Flacso (filial Buenos Aires) y en la Universidad Nacional de Tres de Febrero y fue consultor de organismos internacionales (Unesco, PNUD, FAO y Pnuma) en temas de medio ambiente, comunicación y cultura en varios países de América latina (Argentina, México, Perú y Costa Rica). Entre 2004 y 2007 coordinó el Observatorio de Industrias Culturales (OIC) de la Ciudad de Buenos Aires y el Observatorio Mercosur Audiovisual (OMA) de los organismos nacionales de cine de la región.
En la película, los hechos transcurren bajo el refrescante e inocente punto de vista de Juan, interpretado por Téo Gutiérrez Moreno. Allí, de manera casi autobiográfica, se relata el pasado de Benjamín Ávila, el director, quien es hijo de una militante montonera desaparecida.
La película Infancia clandestina se estrenará el jueves 20 de septiembre. En ella se narra la historia de una familia compuesta por la madre (Natalia Oreiro) y el padre (César Troncoso) montoneros, y su dos hijos pequeños. En 1979, luego de un largo exilio en Cuba y con la ayuda del tío Beto (Ernesto Alterio) regresan a la Argentina adoptando una falsa identidad para participar de la primera contraofensiva montonera contra la dictadura militar...
Cuando Diego Capussotto recomendó en el último corte de su programa que marcó el regreso a la televisión: “no se vayan que ya vienen los Muñecos del destino”, muchos le hicieron caso y se quedaron a ver que onda.
Al otro día esa parodia de culebrón latinoamericano realizado con títeres de tela y escenarios de cartón y madera sobre una familia tucumana y su negocio de telas de la calle Maipú, sus antiguos mandatos familiares, sus conflictos generacionales y sociales daba que hablar entre los que se habían quedado esa media hora.
Patricio García es el director, guionista y autor de la música original de esta obra que recuerda mucho a las épocas donde ver un espectáculo de títeres era más común que ir al cine a ver una película en 3D.
Nacido y criado en San Miguel de Tucumán el joven realizador y su compañera Rosalba Mirabella son los que imaginaron esta historia que surgió de los concursos de fomento de ficciones federales organizados por el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA) y el Ministerio de Planificación para la Televisión Digital Abierta y se ha convertido en la primera muestra de un programa íntegramente realizado fuera de Buenos Aires que llega a una pantalla de TV abierta de alcance nacional.
Patricio García contó que este trabajo tiene mucho que ver con su infancia. “Cuando era chico le presentaba cine con muñecos a mis hermanas y de ahí que siempre me quedaron las ganas de hacer algo con eso”.
“Muñecos del Destino” recrea la vida de una familia de comerciantes sirios afincados en Tucumán con sus antiguos mandatos familiares, sus conflictos generacionales y sociales. Historias de amor, historias de alcoba, historias policiales se entrecruzan en un mundo de tela, intrigas y cartón pintado en personajes de 40 centímetros.
- Teniendo en cuenta que se trata de un trabajo artesanal ¿cuánto tiempo les demandó crear todos los personajes y decorados?
-P.G.: El trabajo demandó toda la primera mitad de 2011 y allí participaron más de cuarenta personas entre técnicos y actores. Tuvimos 3 o 4 meses de preproducción, grabamos las voces en off y el rodaje nos llevó más de un mes y medio ya que muchos equipos tuvimos que alquilarlos.
- En tiempos del 3D ustedes vuelven a lo tradicional ¿cuál es la explicación?
-P.G.: Por mi parte tengo un rechazo al 3D, no me gusta para nada y queríamos hacer algo más jugado.
- ¿Por qué un culebrón estilo mexicano pero a la tucumana?
-P.G.: Porque es una expresión que me parece muy latinoamericana donde se refugia el romanticismo y el surrealismo de esta parte del mundo.
- Además hiciste la música…
-P.G.: Sí, tenía una banda y me animé también con la música de la historia.
Las menciones los convirtieron en tendencia de Twitter durante la medianoche del lunes. Sumaron 2,6 puntos de rating, según Ibope, y esperan que esa historia de amor, intrigas, celos, sangre y hasta sexo llegue a más televidentes post capusotianos.
No importa de qué cuadro sos hincha, ni siquiera es importante saber poco o mucho sobre el futbol. Cada uno de nosotros nos hemos emocionado alguna vez, en vivo, o por la tele, o escuchando la radio. Unos colores y un grito. Una pelota de esperanzas que van y vienen desde la frustración a la felicidad extrema.
En este pedazo de la sociedad, con el rectángulo verde en el medio, miles de ojos atentos, ansiosos, interactuamos desde chicos hasta el final de los días, esperando el resultado incierto, el silbato final, la certeza. Siempre contrareloj.
Y lejos cerca del cesped, las aguas se estremecen cada día. La resaca deja basura en la playa de todos. Ahí, también se está desarrollando una batalla cultural desde hace años, entre los que hacen negocios y nos quieren tristes, y los que amamos el futbol, el deporte, la vida. Y en medio de la maraña informativa, y las muertes absurdas en la cancha, y los dirigentes canallas, y los sicarios de la barra, hay un pueblo que resiste la ignominia de unos pocos...
Reflexionemos un momento con este sentido texto de Ignacio Copani, de junio 2012:
Échale la culpa a River
Como es de todos pero es de nadie, cualquiera puede culpar a River, marcar a River, manchar a River, degradarlo, humillarlo, incendiarlo y enterrarlo. Como es gigante, pero indefenso, cualquiera puede acusar a River, puede injuriarlo, insultarlo, ofenderlo, difamarlo o escupirle a la cara, porque sabe que River no le puede contestar.
Pobre mi River querido.
Siempre asociado a palabras luminosas, como juego limpio, esfuerzo, deporte, triunfo, belleza, cultura, educación y estilo. Y ahora, ensombrecido, arrastrado, cubierto por mantos de muerte, de sospecha y de infamia.
River es culpable de asesinatos. River incentiva o soborna. River aprieta. River apaña delincuentes. River es cómplice de todas las actividades delictivas imaginables. River es garito, escondite y aguantadero.
River. Única entidad que es culpable aunque se demuestre lo contrario.
Si el 4 de Patronato sale en la tapa de los diarios es por culpa de River. Dice que River lo incentivó. No que tal o cual amigo de River, o jugador o dirigente lo hizo. Si la banda de gangsters que forma asociación ilícita con agentes de seguridad corruptos o funcionarios, en el mejor de los casos, ineptos, comete delitos y hasta asesinatos, se acusa a la banda roja. A River.
River culpable de muerte. Para asociar con cierto espiral de básico pensamiento que difunden los grandes medios como lógica de este tiempo, el que mata tiene que morir. Entonces... Muera River.
Ese River que le dio brillo a los nombres propios que engrandecieron su historia. Ese River que no reclama como suya ninguna atajada del gran Amadeo o del Pato Fillol o de Goyco. Quienes volaban de palo a palo eran ellos... con nombre y apellido.
Mi River no fue mágico, eso fue el Beto Alonso. Mi River abrió sus páginas de gloria para que estampen su firma el inmenZo Francescolli, Angelito Labruna, Ramón, el Burrito y todos los que mostraran su virtuosismo.
Todo lo bueno con el nombre de los protagonistas. Todo lo malo es River.
River, que ya no es millonario. Millonarios son los que con buenas artes deportivas triunfan en River o millonarios son los que con malas artes se aprovecharon de él. Por eso, como yo soy de River y River es parte de mi identidad., cada vez que lo ofenden me están ofendiendo a mi.
Porque yo no me beso la camiseta este año y el siguiente, si me conviene, me beso la de Al Qaeda Futbol Club.
Por lo tanto exijo que cuando haya acusaciones, sean concretas, a las personas responsables de cada área que corresponda.
Porque cuando hubo desgracias en otros ámbitos de convocatorias multitudinarias, no se acusó al local, ni nadie sugirió ¨suspendan Buenos Aires¨. Hay responsables presos y hasta cayó un jefe de gobierno.
Porque si se produce un incidente brutal, se debe ir seriamente al foco del hecho. No fue culpable del asesinato de Lincoln el teatro Ford, donde lo balearon. Ni se cerró el Congreso de la nación por el crimen del senador Bordabehere, defendiendo a Lisandro de la Torre.
Quiero justicia siempre. En mi club, en mi barrio, en mi ciudad. Pero justicia de verdad. Con inteligencia, prevención y responsabilidades.
River es un club donde miles de personas hacen a diario actividades recreativas, deportivas y culturales. Con un colegio con miles de alumnos de todos los niveles educativos.
River no maneja cámaras de seguridad. Lo hace el ente responsable. En los partidos paga miles de efectivos policiales y se contratan cientos privados.
El estadio de River, el más importante del país, ya estuvo clausurado este mismo año.
¿¿¿Sirve eso???
¿Sirve ese u otro castigo a una institución que en verdad es víctima de quienes han usurpado su nombre y sus espacios ?
¿No es darle más poder de chantaje y apriete a las mafias, ser cada vez más duros con el club al que ellos lastiman?
Pobre mi River querido.
El de mi abuelo, el de mi viejo y mis hermanos. El de mis hijas y mis nietos. Aún así, golpeado, devaluado, herido... Vamos River... ahora más que nunca.
Es absurdo intentar encasillarlo: desde que en 1950 engañó a los editores disfrazando de novela sus Crónicas marcianas –que en Argentina fueron prologadas por un tal Jorge Luis Borges–, Bradbury navegó por mundos disímiles, siempre apasionantes.
Todas las horas hieren, sólo la última mata. El viejo bonachón que tenía en su memoria la memoria de los días, el genial e inclasificable Ray Bradbury, murió ayer a los 91 años en Los Angeles, según informó su nieto Danny Karapetian. “Si tengo que realizar una declaración –escribió el nieto en una página web– sería la de cuánto lo quiero, cuánto lo echo de menos y cuánto deseo oír los recuerdos que los demás tienen de él. Su legado vivirá en su monumental corpus de libros, películas y teatro, pero más importante aún: en la mente y en los corazones de quienes lo leyeron. Era el niño más grande que he conocido.” El ánimo de millones de lectores del mundo que se iniciaron con las páginas de Crónicas marcianas y Fahrenheit 451 está en capilla. De riguroso luto. La obra del maestro de la ciencia ficción más lírica –se sabe que es absurdo intentar encasillarlo, sería como considerar a Edgar Allan Poe un novelista policial– forjó el imaginario sobre el futuro del siglo XX, la pequeña chispa que se esconde entre las cenizas de los que fuimos, somos y seremos.
El niño pobre que creía en el futuro
La infancia no fue un campo de flores ni una nube efímera en el cielo vital de Bradbury, que nació en Waukegan (Illinois), en 1920. El niño pobre que fue –quizás entonces ya tenía la mirada pícara de ese abuelo simpático que retratan las fotos de los últimos tiempos– se convirtió en un lector insaciable. Durante diez años, recordaba siempre predicando su amor por la lectura, tres días a la semana estaba en las bibliotecas, devorando con los ojos, con las manos, con todo el cuerpo, los libros que no le podían comprar sus padres. Esta compulsión y ambición desmesurada –que acaso sólo pueden comprender quienes no han nacido en “cuna de oro”– tuvo también su correlato con el cine. El joven sabueso no dejaba proyección gratuita sin aprovechar –dos films por día y cuatro los domingos, puntillosamente inventariadas–, para disfrutar todas las películas existentes. Se jactaba de haber visto 16 películas por semana durante varios años. A los 20 años, a ojo de buen cubero, estimaba que acumulaba entre 2000 y 3000 films en su prontuario cinéfilo. Pero cuenta la leyenda que el tercer hijo de Leonard Spaulding Bradbury y Esther Marie podría haber sido actor. El mismo se encargó de alimentar el mito de que ya a los tres años sabía que sería escritor. Esto sí –hay que decirlo– es ciencia ficción pura y dura. Pero el deseo de subirse a los escenarios se frustró. Los achaques precoces de su memoria –parece que nunca recordaba las frases– lo convencieron de que nada mejor que escribir sus propios textos, algo que ya venía haciendo desde los 12 años. En el horizonte, entonces, sólo flameó la bandera de la literatura. Su mente era una susurrante galería de palabras que pronto encontraría su cauce. No le importaron las burlas despiadadas de los chicos que no podían calibrar por qué diablos ese niño creía tanto en el futuro.
Del lector voraz –formateado por las primeras revistas de ciencia ficción que comenzaron a aparecer en Estados Unidos, más las miles de páginas deglutidas en las bibliotecas– a la escritura hay apenas un trecho. Los autores faros fueron Shakespeare, Julio Verne, Edgar Allan Poe, Edgar Rice Burroughs y H. G. Wells, entre otros. Al principio el joven Bradbury no tenía ni máquina de escribir. Recién a los 21 años publicó su primer trabajo remunerado, el cuento “Péndulo” en la revista Super Science Stories. Y, sin embargo, aún estaba lejos del confort y la tranquilidad. El magma de ideas, sentimientos y saberes que hervía en su interior chapoteaba ante la precariedad económica. Una anécdota ilustra la costra de esta cicatriz. “Tenía tan poco dinero, estaba recién casado y quería escribir sin gastar dinero, que fui a la UCLA (Universidad de California) y en un sótano había unas máquinas de escribir a las que tenía que ponerle 10 centavos de dólar cada media hora, y en nueve días gasté nueve dólares: con eso hice la primera versión de Fahrenheit 451”, recordaba el escritor consagrado en una de las últimas entrevistas, hurgando en las más delicadas vísceras de ese pasado remoto de los años ’50. Y sin embargo, ésa fue la década capital del narrador en ciernes. Ningún comienzo está exento de diálogos entre sordos, necesidades de tirar pelotas fuera de la cancha y aplazar la publicación. “No queremos historias cortas porque nadie las lee, queremos una novela”, disparó un editor. La retahíla de lugares comunes no amedrentó al joven autor. Pronto afilaría la cuchilla del ingenio y uniría varios de esos relatos extraordinarios rechazados en Crónicas marcianas (1950).
“Se prohibió hablar de política, acusando de comunista al que lo hiciera”, desliza uno de los personajes de esas “crónicas”. En el cuento “La mezcladora de cemento”, una mujer dice a Ettil, un marciano que no quiere ir al cine ni comprar automóviles: “Oiga, ¿sabe como quién habla usted? Como un comunista. Nadie aguanta aquí esa clase de charla, se lo aviso. Nuestro viejo sistemita no tiene nada de malo”. Estos fragmentos no hacen más que proyectar una inocua rebeldía de un descomunal narrador y ensayista que –lejos de ostentar la chapa oxidada de “intelectual progresista”– aceptó ser condecorado por Bush junior en 2004, mal que les pese a millones de lectores en el mundo. La cuestión se empioja más cuando se repasa lo que declaró en una entrevista reciente. “Tuve un almuerzo con Gorbachov en Washington en 1992 y le pregunté: ‘¿Qué piensa usted de Ronald Reagan?’. Y Gorbachov me dijo: ‘Su presidente más grande’. Le pregunté por qué decía eso y me contestó: ‘Mire, Kennedy nunca lo dijo, Nixon tampoco; Reagan, sí: ‘¡Tiren abajo el Muro!’. Reagan les dio libertad a todos los países europeos, por eso fue el mejor’. Eso me dijo Gorbachov, y creo lo mismo: Reagan fue fantástico”, subrayó Bradbury. Leer y escribir muchos libros, evidentemente, no garantiza una visión perspicaz de la política.
El tedio americano
Las historias marcianas llegarían cinco años después a Argentina, en 1955, publicadas por la editorial Sudamericana para inaugurar la selecta colección Minotauro con la mejor ciencia ficción anglosajona. Francisco Porrúa –el primer editor histórico de Cien años de soledad– fue un visionario de cabo a rabo. No sólo tradujo el libro, bajo seudónimo, sino que encontró al mejor prologuista de estas tierras: Jorge Luis Borges.
“Su tema es la conquista y colonización del planeta. Esta ardua empresa de los hombres futuros parece destinada a la época, pero Ray Bradbury ha preferido (sin proponérselo, tal vez, y por secreta inspiración de su genio) un tono elegíaco. Los marcianos, que al principio del libro son espantosos, merecen su piedad cuando la aniquilación los alcanza. Vencen los hombres y el autor no se alegra de su victoria”, plantea Borges. “Otros autores estampan una fecha venidera y no les creemos, porque sabemos que se trata de una convención literaria; Bradbury escribe 2004 y sentimos la gravitación, la fatiga, la vasta y vaga acumulación del pasado –el dark backward and abysm of Time del verso de Shakespeare–. Ya el Renacimiento observó, por boca de Giordano Bruno y de Bacon, que los verdaderos antiguos somos nosotros y no los hombres del Génesis o de Homero”. No vacila a la hora de dar su bendición; sabe que esos relatos perdurarán. “¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de terror y de soledad? ¿Cómo pueden tocarme estas fantasías, y de una manera tan íntima? Toda literatura (me atrevo a contestar) es simbólica; hay unas pocas experiencias fundamentales y es indiferente que un escritor, para transmitirlas, recurra a lo fantástico o a lo real, a Macbeth o a Raskolnikov, a la invasión de Bélgica en agosto de 1914 o a una invasión de Marte. ¿Qué importa la novela, o la novelería de la science-fiction? En este libro de apariencia fantasmagórica, Bradbury ha puesto sus largos domingos vacíos, su tedio americano, su soledad, como los puso Sinclair Lewis en Main Street”, pondera Borges.
El autor de Crónicas marcianas construía sus ficciones en un lugar “cálidamente explosivo”, postula Juan Sasturain en un artículo publicado en este diario. “Por un lado, la vida cotidiana de una próspera clase media yanqui de posguerra y Guerra Fría –plástico creciente, casas con jardín, electrodomésticos cromados, muebles funcionales, coches cada vez más largos, gaseosas, jopos, vaqueros e incipiente rocanrol– que de noche se desvelaba con la sombra ominosa de la hecatombe nuclear. Por otro, un escenario marciano desaforado y bello, mezcla de Sahara y Monumental Valley pintado por Matisse y fotografiado a toda página y a todo color para Life, más el silencio de un paisaje de Hopper posnuclear. Bradbury contó sus crónicas en la intersección de ambos mundos”, afirma Sasturain. “Puso a sus yanquis con gasolineras y fiestas de Halloween y manoseos adolescentes en el asiento de atrás del Cadillac en el escenario de un Marte próximo en el tiempo y la imaginación. Y escribió lo que veía. Por encima de casas de vidrio con el vehículo estacionado a un metro del suelo en la puerta junto al canterito de césped azul, y a orillas de un desierto turquesa con rocas amarillas, las lunas rebotaban como pelotas de béisbol en un cielo metálico”.
La quema de libros
Una tristeza calcinada golpea al narrador norteamericano. Fahrenheit 451 (1953) –temperatura a la que se quema el papel– es considerada su obra maestra por el modo en que despliega las pasiones humanas en una sociedad del porvenir –después de 1990– donde la palabra escrita está prohibidísima, los bomberos en vez de apagar incendios extirpan el “mal” de la lectura –esa actividad que atiza las angustias, la infelicidad, y es un nido peligroso para el pensamiento– incinerando libros, la televisión anestesia y un puñado de rebeldes, los hombres-libro, se obstinan en memorizar las obras para transmitirlas de generación en generación. Esta novela consagratoria fue llevada a la pantalla por el cineasta francés François Truffat. “La imagen más fuerte que me ha acompañado durante toda la vida ha sido la de las quemas de libros. Cuando era joven, leí acerca de los incendios de la Biblioteca de Alejandría. Ardió cinco veces, dos de ellas en fuegos provocados. Soy un habitante de bibliotecas desde siempre. Fui un niño pobre, así que todo lo que leí lo leí en las bibliotecas. Si tocas una biblioteca, me tocas el alma”, evocaba Bradbury y añadía, con afán de provocar a sus interlocutores, que fue Hitler quien le contó la historia cuando quemó libros en las calles de Berlín.
La rebelión de Guy Montag, el bombero que empieza a dudar y se niega a quemar los libros; Clarisse, la joven incisiva y curiosa que a cada paso que da pregunta el porqué de todo lo que ocurre y la rodea, y algunos viejos profesores o filósofos despojados de sus cátedras, como Faber –en una sociedad en la que la abundancia y el bienestar de unos pocos son el resultado de la zaparrastrosa miseria de la gran mayoría–; todos esos personajes conforman una especie de memoria suelta sin tiempo. Curioso es el efecto que ha logrado con esta novela. La impresión es que Bradbury pudo hacer lo que sólo unos pocos privilegiados consiguen: saltar sobre su propio tiempo, como quien lanza una esperanza hacia el futuro; escribir para el lector indómito del mañana, esos disconformes que, optimismo de la voluntad mediante, serán tanto en la novela como en la vida misma quienes sobrevivirán.
Cenizas en una lata Campbell’s
La obra de ficción de Bradbury está integrada por novelas, colecciones de cuentos y más de 600 relatos cortos, como El vino del estío, La feria de las tinieblas, El árbol de las brujas; los relatos sombríos de El país de octubre, El hombre ilustrado y Las doradas manzanas del sol, por mencionar apenas media docena de títulos. Además escribió muchos ensayos cortos sobre arte y cultura, y libretos teatrales y guiones de televisión, entre los que destaca su colaboración con John Huston en la adaptación de Moby Dick (1956). Ese gran moralista, con un costado tan ingenuo como paternalista, que en muchas circunstancias se camuflaba en el ropaje de un reaccionario brutal, despotricó para toda la cosecha contra las nuevas tecnologías. “Hace un mes me llamaron de Yahoo porque querían poner una de mis novelas en Internet. Les dije que se fueran al infierno”, comentaba casi metamorfoseado en un basilisco. Y si algún periodista osaba mencionarle Internet ardía Troya. “Que quemen la red en lugar de quemar libros”, sentenciaba. Los libros electrónicos tipo Kindle lisa y llanamente para él no eran ni son ni serán libros. “Los libros sólo tienen dos olores: el olor a nuevo, que es bueno, y el olor a libro usado, que es todavía mejor”, decía ahora en la piel del romántico criado a la antigua usanza. Peor se ponía si alguien le planteaba que las bibliotecas donde se formó están en vías de extinción. “No creo que las bibliotecas estén obsoletas y no permitiré que acaben con ellas, así me tenga que poner en medio para evitarlo”, amenazaba.
Bradbury estaba convencido de que la humanidad debe colonizar otros mundos para lograr su inmortalidad. El hombre debió quedarse en la Luna y formar ahí una base para continuar con la exploración hacia Marte. “¡Nosotros somos los marcianos! y el hombre del futuro es un viajero espacial; sólo viviremos eternamente cuando nos reguemos por el universo. Por toda la raza humana hay que volver a la Luna y luego a Marte, tenemos que hacerlo”, subrayaba el autor. En 1997, Bradbury fue el invitado de lujo de la Feria del Libro de Buenos Aires y aún permanece en la memoria colectiva un puñado de anécdotas que siguen dando tela para cortar. Sufrió un ataque de pánico por el fervor de la gente, firmó tantos libros que terminó con un dolor molesto en la muñeca, tuvo que ser escoltado por la policía para que pudiera salir del predio y recibió tantos regalos que, según se dijo, regresó al hotel con tres bolsas, una botella de vino en una mano y la corbata en la otra. “Yo voy a ser el primer hombre muerto en llegar allá. Ya les dije a las personas responsables de los viajes espaciales que cuando muera, vayan y pongan mis cenizas en una lata de sopa Campbell’s y las lleven a Marte para enterrarlas en un lugar llamado Abismo Bradbury. Ya no podré ser la primera persona viva en llegar a Marte, pero al menos quiero ser el primer muerto en llegar tan lejos.”
DENTRO DE 17 DÍAS, EL 20 DE JUNIO, TODOS ESTARÁN HABLANDO DE BELGRANO. PORQUE UN DÍA COMO ESE FUE EL DE SU FALLECIMIENTO. ÉL FUE UNO DE LOS MÁS IMPORTANTES REVOLUCIONARIOS DE MAYO, Y NOSOTROS PREFERIMOS RECORDARLO HOY, EL DÍA DE SU NACIMIENTO...
Nació en Buenos Aires el 3 de junio de 1770.
El joven Belgrano estudió en el Colegio de San Carlos y luego en la Universidades de Salamanca y Valladolid (España).
En 1793, con 23 años, Belgrano se recibió de abogado y en 1794, ya en Buenos Aires, asumió como primer secretario del Consulado. Desde el consulado se propuso fomentar la educación y capacitar a la gente para que aprendiera oficios y pudiera aplicarlos en beneficio del país. Creó escuelas de Dibujo, de Matemáticas y Náutica.
En 1806 durante las invasiones inglesas, se incorporó a las milicias criollas para defender la ciudad. A partir de entonces, compartirá su pasión por la política y la economía con una carrera militar que no lo entusiasmaba demasiado. Pensaba que podía ser más útil aplicando sus amplios conocimientos económicos y políticos.
Cumplió un rol protagónico en la Revolución de Mayo y fue nombrado vocal. Se le encomendó la expedición al Paraguay. En su transcurso creó la bandera el 27 de febrero de 1812. En el Norte encabezó el heroico éxodo del pueblo jujeño y logró las grandes victorias de Tucumán (24-9-1812) y Salta (20-2-1813).
Luego vendrán las derrotas de Vilcapugio (1-10-1813) y Ayohuma (14-11-1813) y su retiro del Ejército del Norte. En 1816 participará activamente en el Congreso de Tucumán.
Como premio por los triunfos de Tucumán y Salta, la Asamblea del Año XIII le otorgó a Belgrano 40.000 pesos oro. Don Manuel lo destinará a la construcción de 4 escuelas públicas ubicadas en Tarija, Jujuy, Tucumán y Santiago del Estero.
Belgrano redactó además un moderno reglamento para estas escuelas que decía, por ejemplo, en su artículo primero que “el maestro de escuela debe ser bien remunerado por ser su tarea de las más importantes de las que se puedan ejercer”. Pero lamentablemente, el dinero donado por Belgrano fue destinado por el Triunvirato y los gobiernos sucesivos a otras cosas y las escuelas nunca se construyeron.
Belgrano murió en la pobreza total el 20 de junio de 1820, en una Buenos Aires asolada por la guerra civil que llegó a tener ese día tres gobernadores distintos. Sólo un diario, El Despertador Teofilantrópico se ocupó de la muerte de Belgrano. Para los demás no fue noticia.
Acabo de venir del cine. Fui a ver «Elefante Blanco»... y me quedé con un feo sabor en la boca. Me pareció oportuno compartir algo.
No voy a entrar en lo cinematográfico. En ese sentido me pareció bastante buena, con buena fotografía, ambientación, escenas muy realistas, por no hablar de las actuaciones, ciertamente adecuadas, o coherentes con el caso. Pero...
Para empezar, me costó ver a Darín (= Julián) en el papel de cura, algo no me "cerraba"; quizás haberlo visto en tantos otros. O quizás porque de ese rol algo puedo decir.
No me cierra el encuentro con el cura belga, sin que quede claro cómo y dónde se conocieron. Y menos que Julián sea confesor de Renier (= Gerónimo) (¿a distancia?). Tampoco me cierra el desenlace porque no me parece ni siquiera razonable la actitud de Julián, por más que sí resulta positiva y sumamente contrastante la imagen de los dos cortejos.
Pero algo me surge del tema en general: los curas villeros. Y los villeros.
Para empezar, hay diferentes curas y diferentes estilos y propuestas de trabajo de los curas en las villas. Ciertamente, esto lleva a que la cercanía, los modelos o propuestas sean mejor o no tan bien recibidos en uno y otro caso. Más de una vez se hace referencia a Carlos Mugica (hasta en francés, ¿por qué no se subtitula ese diálogo?), y hasta incluso la película está dedicada a él. Pero -como bien se dice- las cosas, las villas, la situación son muy distintas hoy a como lo eran en tiempos de Carlos. Pero así planteado, pareciera que el trabajo de Julián y sus compañeros se presenta como "la continuidad" con Mugica, y por lo menos habríamos de decir que "hay otras continuidades".
También podríamos decir que uno puede preguntarse: "¿qué cosas hace en la villa el padre Julián (y sus compañeros)? hay otros curas que hacen otras cosas; y si de construcción de viviendas se trata, Pichi sucesor de Mugica en "la 31" enseñó con su ejemplo el trabajo en cooperativas, cosa que no parece que sea el caso en la película. Y se podría señalar otras tareas (aunque en una película, obviamente no tendrían cabida). Pero la sensación que da Julián es que está con la gente, acompaña a la gente, pero muchas veces "desde arriba" (como desde el balcón desde donde muchas veces mira). Algunas escenas me parecieron notablemente obvias y esperadas, como la historia de amor, cantada casi desde el primer minuto.
Pero el principal sinsabor tiene que ver con la villa, y los villeros. No creo que se pueda dudar que esa es la realidad de hoy en la villa (y en eso, bien distinta de la vivida por Mugica), pero ¿eso es todo? ¿No hay otras realidades en la villa? No se ve un partido de fútbol en toda la película, no se ven camisetas de equipos, no se ven fiestas (de 15, de bautismo, de bodas; sólo una de ordenación de cura en la villa, algo sumamente improbable), no se ven borrachos...
Casi que no se ve "vida". Como que la villa es sólo muerte, y que la única "vida" puede venir de fuera, sean curas (el que queda es más de fuera todavía, porque es extranjero), sea trabajadora social. La villa no tiene salida alguna, y lo único positivo dentro, parece ser "blanco". Y tengo serias dudas que muchos curas villeros estén de acuerdo con eso. Estoy convencido que Carlos Mugica no lo estaría.
Dicen que es una comedia que describe los personajes de la segunda decada infame, algo parecida a "Plata dulce", otro clasico.
Clarín dijo: una película para el olvido. El pueblo fue a verla, ya pasó los 150.000 espectadores.
Un peso un dólar es una postal argentina de los 90, un grotesco que cuenta la vida de un antihéroe tratando de encajar en el primer mundo. Ricardo Tattarelli lleva 22 años trabajando para E.N.E.M.A S.A., empresa estatal de energía en vías de privatización. Cacho Zarlanga, un funcionario embustero y fanfarrón, se encargará de manipular a Ricardo para que tome el jugoso retiro voluntario y así poder concretar su sueño de convertirse en “nuevo rico”. Con el apoyo de Vivi, su mujer, Ricardo toma el retiro. Su ambición se desenfrena y cegado por su ego, decide poner su propio negocio. En la pizzería "Gran Ricardo" se presentan distintos acontecimientos divertidos y un disparatado desfile de auténticos personajes de barrio.
Con Andrea Politti, Coco Sily, Ulises Dumont, la peli fue dirigida por Gabriel Condron. Fue estrenada en 2007.
"Un peso, un dólar" - Película Argentina Completa (2006)
«Esta pelicula es para mi dificil de mirar siempre. No soy argentino pero vivi varios anios alli y conoci a una familia donde papa y mama son de las personas mas nobles y generosas ke conoci en mi vida. Y esta pelicula es un dejavu! Lo ke se narra aki es lo ke les paso a ellos... tambien empezaron con un buen empleo y tambien terminaron en una remiseria. Y lo ke dice alguien es verdad:el gordo simboliza a muchos argentinos nobles y trabajadores burlados x un sistema ke premiaba al corrupto».
«En esa época abrieron los hiper, los Shoppings y los chinos, fundiendo al 95% de los comerciantes, a eso agregale a los que ligaron indemnizaciones y retiros con 40 años de edad que abrieron negocios porque imposible que consiguieran otro trabajo y ellos fundieron (Y se fundieron) lo que quedaba. Fijate a ver si conseguís un comercio que tenga 20 años de antigüedad que siga con los dueños originales. En otro país son la norma, acá raros».
La crisis económica provoca la quiebra de multitud de empresas. En ALURMAR, una fabrica metalúrgica, los trabajadores se resisten a perder su único medio de vida. Juan es uno de esos empleados que hace meses no cobra su salario. Su mujer embarazada y sus deudas le hacen ver un futuro muy negro. Poco a poco, tomando el control de su desesperación, Juan y sus compañeros comienzan a organizarse como una cooperativa para mantener en funcionamiento la compañía abandonada por sus dueños. Así toman el pesado camino de construir una empresa sin empresarios.
El Jurado Joven de los Encuentros de Cine Sudamericano de Marsella 2012, otorgó el Premio al Mejor Largometraje, a la fábula social Industria Argentina, La fábrica es para los que trabajan, de Ricardo Díaz Iacoponi, por la poesía y la delicadeza con las cuales trata el contexto social de la crisis argentina del 2001. Como todos los años, en los Encuentros de Cine Sudamericano de Marsella, participaron largometrajes de toda sudamérica, en idioma original y con subtítulos en francés, aportando a la difusión del cine sudamericano en la región.
El film aborda la temática de las fábricas recuperadas rescatando desde una mirada sensible la lucha de un conjunto de trabajadores que buscan recuperar su dignidad. En ALURMAR, una fabrica metalúrgica, los trabajadores se resisten a perder su único medio de vida. Juan es uno de esos empleados que hace meses no cobra su salario. Su mujer embarazada y sus deudas le hacen ver un futuro muy negro. Poco a poco, tomando el control de su desesperación, Juan y sus compañeros comienzan a organizarse como una cooperativa para mantener en funcionamiento la compañía abandonada por sus dueños. Así toman el pesado camino de construir una empresa sin empresarios.
En la casa en la que vivió Freud con su familia desde septiembre de 1891 hasta junio de 1938, ubicada en Bergasse 19, en el corazón de Viena, ya no están las antigüedades que se amontonaban en su consultorio y en el estudio adjunto. Los cuartos, en lo que hoy es el Museo Freud, están prácticamente vacíos. Sin embargo, la presencia de este hombre extraordinario que cambió el mundo con sus teorías se hace visible a través de la observación de pequeños detalles: la ventana que da a un patio en el que Freud solía acariciar a su perro, la vieja puerta de madera por la que ingresaban sus pacientes, el picaporte de la entrada a su consultorio. Lo demás hay que imaginarlo. Freud dejó esa casa y se llevó a Londres la mayoría de sus pertenencias porque eligió morir en libertad. Después de la anexión de Austria por parte de los nazis, ya no quedaba ninguna esperanza para él. Casi cuatro décadas antes le había escrito a Oskar Pfister, según relata Peter Gay en la biografía que le dedicó: "... que no se produzca ninguna invalidez, ninguna parálisis de las propias capacidades como consecuencia de la miseria corporal. Muramos con la armadura puesta, como decía el rey Macbeth".
La última sesión de Freud, de Mark St. Germain, en adaptación y dirección de Daniel Veronese, que se presenta en el Multiteatro, pone al descubierto la posibilidad de pensar en las circunstancias más adversas. Porque a pesar de las sirenas que anunciaban los inminentes bombardeos alemanes sobre Londres y aun con el sufrimiento que le provocaba a Freud un cáncer que se expandía por su boca y la llenaba de sangre y olores fétidos, aun así, y hasta su último instante, el viejo maestro apostó por las palabras para dar cuenta de lo que pensaba del mundo.
Lo que ocurre en el escenario es de una potencia dramática admirable. Freud convoca a C.S. Lewis, el autor de Las crónicas de Narnia, a discutir sus ideas sobre la existencia de Dios. Pero pronto la conversación deriva hacia lo privado y los dos intelectuales libran una batalla verbal que sólo se interrumpe por los sonidos de la proximidad de un ataque alemán. Jorge Suárez, en una interpretación que no es exagerado calificar de memorable, consigue que el espectador perciba la presencia del verdadero Freud en escena. Tanta es su entrega emotiva, su ritmo a la hora de la réplica y el sarcasmo y su precisa caracterización física que desde la butaca el espectador percibe cierta carga de verdad brutal y conmovedora a la vez.
"Lo que la gente dice es menos importante que lo que no puede decir." La frase se repite dos veces durante la representación y es toda una síntesis del pensamiento psicoanalítico más profundo. Pero, más allá de los rasgos anecdóticos de la obra, Veronese, que siempre ha sido un conductor de actores excelente, logra transmitir que la voluntad de pensar puede imponerse a la guerra y a la degradación de un cuerpo enfermo. Aunque se esté rondando lo indecible -la cosa kantiana o lo inconsciente-, Luis Machin y Jorge Suárez, casi de manera monstruosa en el sentido shakespeariano, logran convertirse en las criaturas que interpretan.
Freud siempre pregonó que el psicoanálisis es el arte y la ciencia de escuchar con paciencia. Y es notable cómo, a un paso de la muerte, con una boca que sangra y coloca al espectador en una zona de extrema crudeza, este Freud practica con Lewis una esgrima verbal sobre temas que aún hoy siguen abiertos y en discusión. Como Sócrates, que interrumpió su lectura para tomar la cicuta, Freud apostó a la vida rodeado de escombros. Era judío en una Europa siniestra y antisemita. Pero nunca dejó de pensar el mundo desde una perspectiva distinta y revolucionaria. Murió como deseaba, con la armadura puesta. Siempre supo que las palabras curan y que la vida y la libertad se conquistan a diario.